domingo, 25 de julio de 2010

Weimar

  1. Weimar: Goethe y Schiller

Tanto Goethe empacha ya. Y tanto Schiller. Weimar es una ciudad tirando a pequeña que en verano bulle de turismo interior y que explota sin contemplaciones su glorioso pasado, especialmente el haber sido asentamiento de Goethe. A él se le dedica una céntrica calle, la plaza principal, un parque elefantiásico. Incluso algunos platos en los restaurantes llevan su nombre. Ciertamente, Weimar puede hacer gala de un pasado memorable; por aquí anduvieron, aparte de Goethe y Schiller, Humboldt, Herder, Schopenhauer o Bach. La concentración de materia gris fue, pues, de récord. 

2. Weimar: Buchenwald y los Nacionalsocialistas

                                            Puerta de entrada a Buchenwald: Jedem das Seine

A propósito de concentración, hemos dedicado una mañana a Buchenwald, el campo de concentración que los nazis construyeron en el corazón del bosque turingio. Se trata de un paraíso paisajístico. Dado nuestro hábito madrugador, nuestra visita transcurre antes de la llegada de los autobuses. El cielo se cubre de nubarrones negros y densos. No hubo aquí cámaras de gas, sólo desnutrición y tiro en la nuca. Unos cien mil seres humanos fueron cruelmente aniquilados. En la puerta de entrada, junto al reloj (detenido a las 3:15, la hora en la que los americanos entraron en el campo), se leía (ya no): Recht oder Unrecht, mein Vaterland (algo así como “Justa o injustamente, la Patria”), y la leyenda de la misma puerta, de hierro herrumbroso, no es el Arbeit macht frei, el trabajo libera, de Dachau o Auschwitz, sino: Jedem das Seine – a cada uno lo suyo – . 

3. Weimar: Buchenwald y los soviéticos

¿A cada uno lo suyo? Acabada la guerra, el campo pasó de manos nazis a manos soviéticas sin solución de continuidad. De 1945 a 1950, las autoridades soviéticas dejaron morir de hambre o por falta de cuidados médicos a unas ocho mil personas. La mayoría eran funcionarios civiles del régimen nacionalsocialista, otros habían acabado allí por delaciones y algunos fueron víctimas de la arbitrariedad o, simplemente, de alguna confusión de nombres.

Si bien la parte nazi del campo se convierte en un hormiguero humano, en la soviética disfrutamos, Ana y yo, de una soledad completa. Leo en la prensa local acerca de la queja de algunos historiadores sobre la poca relevancia que se le ha otorgado al campo soviético; los responsables del campo piden que no se saquen las cosas de quicio: separa a las cifras de víctimas un abismo. Con todo, decidieron hace algún tiempo acallar la queja y se colocó una barra de hierro en cada fosa común que se halló en la parte soviética. El resultado es un bosque de barras confundido en el bosque turingio. 

4. Weimar: el gulasch y el alma teutona

      En Rothenburg, frente a típicas casas teutonas, Ana reflexiona sobre las razones de mi germanofilia

Weimar es la ciudad de Europa que despliega de más perfecta manera la complejidad del espíritu humano. Aquí escribieron sus obras Goethe y Schiller, aquí filosofó Schopenhauer, aquí se realizó, en 1919, el más bello intento hasta la época de implantar la democracia en suelo alemán, aquí se hicieron los nacionalsocialistas con el ayuntamiento ya en el ’32, aquí erigieron poco después un campo de concentración que poco después utilizarían los comunistas.

Relean, por favor, el anterior párrafo y díganme que no es compleja el alma alemana, que no es rica la historia de Weimar, que no es sabroso el gulasch que ceno hoy de carne de caza (apunten: Restaurant Shakespeare, en la Windischenstrasse, 4-6). Caza cazada en el bosque turingio, donde crecen fosas nazis igual que soviéticas. Afortunadamente, hace ya mucho de eso y ahora crecen ya sólo los jabalíes para el gulasch.

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