jueves, 8 de julio de 2010

Robert Owen y Aberdeen: ensayo sobre la melancolía

Aberdeen, enclavada en la costa Este escocesa, conocida por financiar, vía el petróleo bajo su mar y, en menor medida, un puerto aún boyante, una gran parte del Estado británico. Célebre también, cosa curiosa, por poseer el más movido helipuerto comercial del mundo. A mí, sin embargo, me parece pequeño. Es llamada por los nacionales Granite City, la ciudad de granito. Con esta piedra está la ciudad íntegramente construida; el gris omnipresente ejerce sobre mí un extraño efecto magnético. "O la detestas o te encanta", me decía un escocés: mi opción, sin duda alguna, es la segunda.

La vida nocturna de los pubs es más propia de latitudes sureñas: la universidad imprime su huella. El cielo invernal, grisáceo sin pausa, subraya el color del granito. Y el efecto no me resulta sombrío sino de una belleza incontestable, una belleza contundente. A la izquierda, una calle que baja al mencionado puerto; más abajo, puro centro de la ciudad. Da igual dónde se ubique uno: granito gris en derredor. Una belleza contundente.

Algo más al sur, Edimburgo, y bajo Edimburgo, la zona conocida como New Lanarck. Fue allí que Robert Owen fundó su empresa textil de índole humanitario-socialista. En su fábrica instauró una jornada laboral reducida, sin trabajo infantil, con bajas por enfermedad. La escolarización era obligatoria para los hijos de sus empleados. He ahí la cara admirable de la moneda. La cara odiosa refleja la vesania reguladora de muchos filántropos: en New Lanarck estaba regulada la frecuencia con la que uno debía bañarse, mantener relaciones sexuales o sacar la basura, a qué hora recogerse por la noche o cuándo beber alcohol.

Gran parte de la labor de Owen se basaba en su determinismo social o ambientalismo, esto es, la idea de que el carácter humano es sumamente moldeable. No es casualidad que llamara a sus establecimientos educativos "institutos para la formación del carácter". Tan convencido estaba de esta idea que la llamó "el Segundo Advenimiento de la Verdad", y él, claro, se consideraba su mesías. En el ambientalismo de corte rousseaniano comienzan, a mi modo de ver, muchos polvos que nos han dejado cenagosos lodos en la sociedad actual. Desatinos como la aún arraigada convicción de que la delincuencia es un error de la sociedad poseen su venero en esta concepción de la naturaleza humana. Los mejoradores de la humanidad, como los llamaba Nietzsche, imbuidos de semejante creencia, han desmejorado, cuando menos, mucha legislación.

Owen llegó a los EE.UU. en 1825 y el Congreso lo escuchó con atención, incluido el presidente Monroe y el futuro presidente Quincey. Allí anunció la creación de New Harmony, en Indiana, donde instauraría una auténtica comuna socialista. Se trataba de un territorio prácticamente virgen con un paisaje paradisíaco. Owen, haciéndolo coincidir con el aniversario de la Declaración de Independencia del país (4 de julio), anunció la Declaración de Independencia Mental. Allí se proclamaba la liberación humana de los grandes males de la humanidad: la religión, el matrimonio tradicional y la propiedad privada.

Se instauró un comunismo estricto - aunque Owen nunca cedió la propiedad de la tierra - .  Owen, además, quiso que las decisiones se tomaran en plan asambleario; las reuniones de los habitantes de Nueva Armonía eran, así, constantes, para debatir todo tipo de cuestiones internas. Se debatía largamente sobre el ideal de la comunidad perfecta. El problema fue que el debate era más divertido que la faena: había mucha gente pensando y poca trabajando. Llegó el momento en que la sala de debate bullía, abarrotada, mientras las máquinas no encontraban una mano que las pusiera en marcha. Tras dos años, diversas reorganizaciones y siete constituciones, Nueva Armonía echó la persiana.

Al bueno de Owen le costó admitir que el experimento había fracasado, incluso ante las exhortaciones de sus hijos. Owen, haciendo esta vez poca gala de su filantropía culpó a la gente de su comuna, tildándolos de "material humano pobre para mi experimento". El hijo de Owen, Robert Dale Owen, tenía otra explicación:

Todo esquema de cooperativa que proporcione igual remuneración al hábil y trabajador que al ignorante y ocioso debe labrarse su propia ruina por su injusto plan. Eliminará necesariamente a los miembros valiosos y se quedarán sólo los imprevisores, los no cualificados y los malos.

La piedra añil y sombría de Aberdeen recuerda a Owen. Quizá por la cercanía geográfica, o quizá por lo melancólico. Sí, porque, como decía Ortega, el esfuerzo inútil conduce a la melancolía.

3 comentarios:

  1. Al leer sobre las reuniones de la asamblea de Nueva Armonía no he podido evitar acordarme de los interminables debates del Frente Judaico Popular, de La vida de Brian.

    Difícilmente se puede estar menos incentivado a trabajar cuando no eres dueño de la tierra, ni ganas en función de lo que produces. Probablemente, un esclavo -supervisado- rendiría mejor.

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  2. Efectivamente, Francisco, y ahí subyace la diferencia entre Norteamérica y Sudamérica. En la primera hubo colonos, es decir, inmediato acceso a la propiedad de la tierra, lo cual crea una masa propietaria y emprendedora desde el inicio, lo que, a su vez, genera una especie de capitalismo popular. En la segunda, el acceso a la propiedad está limitado por los terratenientes de corte feudal, y la única diferencia estriba entre los países donde se pagaba bien y en los que nunca se ha hecho.

    Sí, sublimes los debates del Frente Judaico Popular.

    Un saludo.

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  3. Me tomo la libertad de distribuirlo por la red social ;)

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