lunes, 25 de marzo de 2013

Cerdeña, Atlantis: porca miseria!

Voy a aprovechar para confesar una cosa. Yo, cuando voy a un congreso, doy mi charla y me muestro de una exigencia hiperbólica a la hora de seleccionar las demás. Porque yo -confieso- voy a hablar yo y, por lo demás, a hacer turismo. Entiéndanme, hay congresos y congresos. Sucede a veces que la temática del mismo o la altura intelectual del resto de ponentes no dan tregua; ya decía el maestro Ortega que el filósofo, aun cuando amante de los paisajes, lo es más de una buena teoría. Aunque si ése ha de ser el criterio que determina la calidad de un filósofo, tal vez no pase yo -ay- de mediocre aspirante. 

Es más, tal es mi vocación de turismo en los congresos, que, si sus ocupaciones y nuestra economía así lo permiten, Ana me acompaña: toda una declaración de intenciones. Y tuvo Ana a bien acompañarme en mi última y reciente visita congresual. Cerdeña. En concreto, El Alguer. Se trata de una ciudad de pasado catalán, donde, muy a pesar de lo que describen los libros de texto de los escolares de Cataluña, nada queda de dicho pasado. Del catalán -como en tantos lugares de Alicante- sólo se tiene noticia por los letreros de las calles -y por algún turista. Paradigmático ejemplo de diglosia promovida por la administración.

En dos de sus diálogos, Platón habla de Atlantis, una especie de paraíso terrenal. Los eruditos opinan que Platón pensaba en Cerdeña. Y 2.500 años después, aquí llegué yo, a hablar de ontología y otras exotiqueces.

El paseo que transita junto al mar -puro Mediterráneo, más bravío, sin embargo, de lo usual- es una delicia. Se observa, desde la altura de nuestro hotel, cómo una nube traicionera -ya pasó el verano- comienza a descargar sobre la isla. Isla bañada por el Mediterráneo a este lado algueriano y por el Tirreno al otro. Pasea uno desde el hotel hasta la universidad por ese paseo, mar a un lado, centro histórico de cautivador skyline al frente, y se siente inspirado, presiente que están los eruditos en lo cierto: ¡es Atlantis!

Pero si lo fue, ya no lo es. El centro histórico es una típica ciudad del sur de Italia, donde, en palabras de un amigo, hay belleza en la cochambre. Esas callejuelas un tanto hediondas, la humedad incómoda, los muros desconchados, las ventanas desvencijadas: porca -mà bella-miseria!

Los organizadores del congreso piden disculpas ante el estado -catastrófico- del edificio universitario. Se nos traslada a un edificio propiedad eclesial, más apañado, y se agradece la concesión a los jerifaltes ensotanados. El instituto de bachillerato del lugar posee unas vistas esplendorosas hacia la lejanía color turquesa del Mediterráneo; el edificio, no obstante, amenaza ruina.

Holandeses y germanos toman, a estas alturas del año, la isla (no escasean los españoles), cuyos precios son a todas luces desorbitados. Nada vale lo que cuesta. Dados, pues, los precios de la hostelería, dado que sólo unas pocas calles conforman el casco antiguo -mientras que se extiende la cochambre a la isla toda- y que las nubes traicioneras no resultan inusuales en esta época del año... resulta que, al final, tendré que asistir al congreso para cuya asistencia he venido. Porca miseria!


domingo, 3 de marzo de 2013

Dubai o la madre de todas las burbujas

Todo es lo más en Dubai. Todo es grandioso, todo es puro lujo. Pasa uno junto al Burj Khalifa, el edificio (hotel, en concreto) más alto del mundo y no puede uno evitar disparar la cámara:


Uno puede caminar poco, debido al calor canicular en puro Golfo Pérsico, en Dubai. No existen los autobuses y sólo hay dos líneas de metro bastante inútiles a efectos turísiticos. El medio de trasporte dubaití es, pues, el taxi. Los taxis son ubicuos -conducidos siempre por emigrantes, paquistaníes, de Sri Lanka, Malasia- y de un barato que pasma. De inmediato, pues, Ana y yo nos encuentramos frente al hotel más caro del mundo, el Burj al Arab:


Efectivamente, sólo los residentes tienen acceso al hotel. A los menos privilegiados nos toca hacernos la foto desde la lejanía. Fíjense en el detalle de la pequeña plataforma. Se trata de un helipuerto; el hotel puede recogerlo a usted en el aeropuerto y depositarlo en un momento en su habitación.

Dubai es una orgía de construcción megalómana llevada a cabo por inmigrantes de países asiáticos (los dubaitíes son todos funcionarios) a los que se mantiene en condiciones de esclavitud. Se han construido miles y miles de apartamentos de lujo, decenas de hoteles de lujo, cientos de restaurantes de lujo (normalmente dentro de los centros comerciales, lugares en los que, dado el calor afuera, se desarrolla la vida en Dubai). Uno observa, desde el taxi, ese desenfreno inmobiliario envuelto en la calima del Golfo y en la arena en suspensión del desierto vecino y se pregunta si no resultará una burbuja del tipo español.

Por supuesto que lo resultó. Dubai quebró en 2009 y su vecino Abu Dhabi hubo de rescatar al país, petrodólares mediante, de la quiebra absoluta. Los Emiratos se ayudan entre sí. Abu Dhabi tiene el petróleo y Dubai pretende tener el turismo. De hecho, el festín constructor ha continuado, un tanto ralentizado, pero aún tenaz, desde aquel amago de quiebra.

Tampoco se confundan; Dubai es islámico. Fuera de los hoteles, no encontrará usted alcohol. El Ramadán se respeta escrupulosamente. De entrante, sirven dátiles. Las mezquitas son numerosas y bien nutridas. Los juguetes de los niños dan fe de que esto es, a pesar de las apariencias, Islam:


Desde nuestro hotel se avista, en lontananza, el Burj al Arab, la burbuja insostenible, el Dubai grandioso y un tanto kitsch. Pero se avista, sobre todo y permítanme que vuelva sobre el tema, el prodigioso atardecer del desierto:


La madre de todas las burbujas, la madre de todos los esclavismos, la madre de todos los clasismos pero, gracias a Alá, la madre, también, de todos los crepúsculos.