domingo, 25 de septiembre de 2011

Washington (donde todos tienen razón)

Washington merece más de dos días. Ponga tres. Uno lo dedicará a todo el aparato estatal y gubernamental más ciertos monumentos emblemáticos de la ciudad. No hay cuidado: está todo cerca. Otro día se reserva a los museos, que sin ser la octava maravilla, son de obligado paso. ¿Y no va a pasear tranquilamente por la inmesidad de sus parques, por sus bellas avenidas mastodónticas y su animado, aunque apacible, ambiente de la tarde noche? Ana y yo le dedicamos cuantro días y puedo prometer y prometo que ni ninguno sobró. Dicho sea que, dado el calor bochornoso de Washington en agosto, calor que golpea con especial virulencia si el viajero procede de las frescas tierras norteñas de Massachusetts, nos regalamos un baño en la piscina del hotel y una última tarde de atardecer sin prisas, entre reflexiones ora metafísicas ora mundanas en un banco frente a la Casa Blanca. Cosas de parejas. Así, hay quienes consideran que la ciudad capitalina tiene suficiente con un par de días y que es una más de entre las grandes  ciudades que en el mundo hay; pero son legión también quienes opinan que se trata de una de esas ciudades con encanto que merece profundizar, lo que requiere no menos de cuatro días. Lo curioso es que todos tienen razón.

Washington no es la capital del país, es un canto báquico a la grandeza de los Estados Unidos. Se siente uno partícipe de dicha sinfonía, especialmente, desde el Monumento a Washington, primer presidente del país: un obelisco en torno al cual tiene lugar una orgía de banderas nacionales. En derredor, la verdor de un parque gigantesco en cuyos extremos se erigen más monumentos icónicos. Los turistas deambulamos alrededor del obelisco, bajo un sol abrasador y un calor húmedo que no ofrece el consuelo, tan siquiera, de abanicar con la panoplia de Barras y Estrellas que allí se despliega. 


Desde el Monumento a Washington se otea el Capitolio. La sede, nada más y nada menos, del Parlamento de la más poderosa nación del mundo: 


Fuimos Ana y yo a visitar el Capitolio precisamente el día que albergaba una votación vital -y, a la postre, letal- para el país. Se trataba de la tan traída y llevada cuestión acerca de elevar el techo constitucional de deuda. Los Demócratas no podían permitirse dejar de enviar ciertos cheques (soldados, algunos funcionarios y determinadas pensiones) y los Repúblicanos no podían dejar pasar la oportunidad de hacer que los americanos se asomaran a un precipicio obamita. Finalmente, por supuesto, el techo de deuda se elevó -no era la primera vez en la historia- y, así, todos tuvieron puntualmente su paga. La deuda del país, eso sí, quedó un poquito más deteriorada de cara a los acreedores reales o potenciales. De hecho, una de las agencias de calificación le rebajó la nota -y esto sí que sucedía por primera vez- a la deuda soberana yanqui. 

El paseo hasta el Capitolio es, en plena canícula, una solana atosigante. Agua e, incluso, limonada, son para el caminante auténtica agua de mayo. El esfuerzo queda, no obstante, recompensado por la belleza refinada, de neoclásicas maneras, aunque contundente, del edificio. La blancor marmórea refulge al sol. Los turistas tardan en llegar, con lo que el visitante madrugador disfrutará del clasicismo albo en soledad. Se entenderá que en semejante lugar y semejante día vinieran a las mientes del turista las figuras de Alexander Hamilton y de Thomas Jefferson. El primero concibió este país como la cuna del capitalismo, especialmente de la manufactura. El segundo albergaba una imagen romantizada del país como una sempiterna nación de pequeños granjeros y ciudades medianas. Para Jefferson, aquellos que vivían de la especulación y del trabajo asalariado de otros constituían el elemento parasitario de la sociedad: Those who labor in the earth are the chosen people of God. Claro, que resultaba sencillo adherirse a la utopía jeffersoniana cuando uno disponía de mano de obra gratis (esclavos) y crédito (británico) barato. Las propias deudas personales de Jefferson le hicieron detestar en particular al mundo financiero. Y, más en particular, la construcción británica de una nación a golpe de deuda.

Hamilton el capitalista detestaba, también, la idea de forjar un país sobre el crédito: pídase prestado, decía, siempre que haya garantía de devolución: 

...on the one hand, the necessity for borrowing in particular emergencies cannot be doubted, so on the other, it is equally evident, that to be able to borrow upon good terms, it is essential that the credit of a nation should be well established.

No pueden estos temas candentes ser temas, pues, más viejos. Pensaba uno, a la sombra de los árboles que puntean el lugar, en qué diría Hamilton de esas luminarias de la economía actual que abogan por el impago de la deuda (que se lo digan a Latinoamérica), que defienden el decrecimiento económico, que se alegran cuando baja la bolsa. Ha sido, paradojas de la vida, el propio Obama quien mejor lo ha expresado: No es guerra de clases, son matemáticas. Los árboles nos protegen del bochorno canicular: ¿quién nos protege de las lumbreras económicamente analfabetas?

¿Es Washington una ciudad de siete cabezas o un apacible y reconfortante lugar? ¿Debe ser este país una inmensa campiña jeffersoniana o una factoría hamiltoniana? ¿Se debe respetar el techo de deuda así se mueran los niños? ¿Mira este país a la sofisticada y ultramoderna costa Este o más bien viene su carácter dado por las ilimitadas tierras que miran hacia el Pacífico? ¿Conviene hacer el camino que conduce al Capitolio tirando de agua llana o recurriendo a la más graciosa limonada? Lo curioso, ¿saben?, es que todos tienen razón...

lunes, 12 de septiembre de 2011

La Zona Cero -diez años después-

La Zona Cero (Ground Zero) es aún un solar; repleto, eso sí, de grúas y cables y con una especie de museo a su lado. Museo peculiar que se centra más en lo que será de dicha zona que en lo que fue. No conviene remover dolores. Se ha construido hasta el momento un tercio de lo planeado, dado que las autoridades se debatieron en la incertidumbre sobre qué hacer, en la posterior duda entre varios proyectos, en la intensa aflicción que rezuma aún el lugar.

Ana y yo hemos visitado La Zona Cero diez años después de que Las Torres Gemelas fueran objeto del ataque terrorista de Al-Qaeda; ningún amante de la historia, no obstante, puede dejar de emocionarse en semejante lugar, aún diez años después. Cerca de tres mil personas murieron en aquel espanto de llamaradas, escombros, fuel hirviendo. Las hormigoneras laboran ante el silencio doliente de los turistas que observamos, que fotografiamos y que meditamos. La maquinaria porta la bandera nacional y algún reconocimiento a policía y bomberos. 

Resulta previsible dicho reconocimiento si piensa uno en que los americanos agradecen su labor a las Fuerzas Armadas incluso en la camioneta que asfalta una calle de Washington: 



La Zona Cero es el nombre que se le aplica a Hiroshima y Nagasaki y, en emotivo recuerdo, han querido los neoyorquinos bautizar así al terreno donde una vez se erigieron las Torres Gemelas. Diez años después puede el turista reflexionar con mayor lucidez acerca de lo que aquí sucedió y de sus consecuencias. Los atentados que aquí tuvieron lugar cambiaron el mundo más de lo que las gentes suelen pensar. Las guerras de Iraq y Afganistán fueron entonces una respuesta bastante lógica. El hecho de que la posguerra se gestionara de forma tan catastrófica no debe empañar nuestro juicio sobre dichas guerras. Aquel día de hace diez años, hagamos memoria, era mucha la gente que pedía acción inmediata, respuesta contundente. Es más, quizás hoy, diez años después, me atrevería yo a insinuar alguna relación entre la Primavera Árabe y el hecho de que ni talibanes ni Husein se hallen en el poder en Afganistán e Iraq, respectivamente. Resulta un tanto dificultoso concebir tanta revuelta en una zona con sendos poderes bien asentados. Por otro lado, el antiamericanismo en el mundo árabe, eso ya no se le oculta a nadie, alcanzó cuotas desconocidas. Diez años después, así de espinosa es la realidad, continúan reverberando las consecuencias de tan atroz acto.

Vinieron también, a causa de este solar, los artificiales tipos de interés que acabarían generando la ya célebre orgía crediticia, responsable, en gran medida, de la situación económica actual. Vendría también la demonización de Bush y el entronamiento de Obama, hechos ambos que hoy, diez años después, aparecen un tanto empañados a la vista del visitante. Del visitante que, como yo, como Ana, mantiene aún en su retina la imagen del bellísimo puente de Brooklyn atestado de quienes sólo deseaban huir de Manhattan. Los turistas hacemos siempre el recorrido inverso, es decir, recorremos el puente desde Brooklyn para saborear a pie las indescriptibles vistas del corazón neoyorquino. Aquel día, no obstante, el mundo al revés, turistas y residentes huían despaboridos en la dirección inversa.


Las enredaderas del cordaje del Puente de Brooklyn no impiden una bellísima vista de Manhattan. Vista, eso sí, que parece llorar aún la amputación de dos de sus miembros. No le debería impedir el carismático cordaje al turista una ponderada reflexión sobre lo que allí sucedió hace diez años. Que fue -si me permiten el tópico- el cambio del orden mundial. Que, tópico o no tópico, no es poca cosa. 


11S-2001/11S-2011