viernes, 4 de octubre de 2013

Viena: prejuicios heredados

Pensar es reconcentrarse, viajar es expandirse. Se abren los poros del viajero, se establecen nuevas conexiones neuronales, aire hasta ahora ignoto rejuvenece los alvéolos. Viajar resulta, pues, la actividad idónea para deshacerse de prejuicios heredados. Con los poros se abrirá la mente y esas tesis que se han adherido, recalcitrantes y latosas, a la testa irreflexiva levantarán el vuelo en tierras lejanas.

De hecho, pone el viajero sus pies en Viena resonando en su cabeza que la comida refleja la pesadez germánica. Carne y más carne rebozada en salsas grumosas y acompañadas de purés como plastas. Y el viajero se dispone a desterrar de su mente tan insidioso prejuicio heredado. 

Pero... oh, wait!


Y aunque el viajero sabe que los austríacos comparten con los latinos el gusto por el café, sabe el viajero también que eso de que los austríacos respetan el café y que son, por tanto, los únicos que saben servirlo no puede menos que ser una exageración, hipérbole  propia de guía de viaje que se pretende chic.

Pero... oh, wait!


Igualmente es consciente el viajero de que eso de que las vistas que las ventanas del castillo de Neuschwanstein ofrecen sobre la Baviera profunda son, posiblemente, las más bellas vistas de la Europa continental no pasa de jactancioso comentario de persona poco viajada.

Pero... oh, wait!





Le cuentan al viajero que el vienés museo Albertina es, con seguridad, el único museo del mundo cuyas vistas superan el contenido -a pesar de ser éste nada desdeñable - . Y el viajero recibe el aviso con el escepticismo propio de una persona resabida.

Pero... oh, wait!


Nadie convencerá al viajero -aficionado a la Historia- de que aún sea posible contemplar en Viena una procesión, previa misa, de húngaros nostálgicos del Imperio Austrohúngaro que desfilan, sosteniendo una réplica florida de la corona del Imperio dual, hacia el altar de la neurálgica Catedral de San Esteban. ¡Imposible!, parece decir incluso la atónita mirada de la niña que acompaña al viajero.

Pero... oh, wait!


No obstante, el viajero sabe, porque su amor por el arte hasta ahí llega, que nadie como el austríaco Egon Schiele ha pintado los tormentos del alma lasciva, los quejidos libidinosos de un espíritu rayano en la perversión, la visión poliédrica de la realidad de un vienés de fin de siglo.


Es obvio -obvio y no prejuicio heredado- que sólo Schiele pudo captar y expresar cuánta enjundia contiene un cuerpo desnudo; cuánto dolor se esconde en las sinuosidades de un cuerpo devorado por la voluptuosidad.


Nadie como Schiele -insiste el viajero en considerar esto obvio- ha sabido ilustrar aquel aserto de Valery de que lo más profundo del ser humano es la piel:


Pero... wait, wait! Eso último... es Modigliani, un italiano afrancesado. ¡De vienés, nada! ¡Malditos prejuicios heredados!

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