El cruce del barrio de Shibuya luce a la noche inundado por el neón chillón e, incluso a altas horas de la madrugada, igualmente transitado. Como pueden apreciar, la vitrina del Starbucks resulta el lugar idóneo para contemplar el espectáculo de las hordas errantes. No obstante, junto a tanto trasiego y futurista modernidad, no tarda el viajero en hallar esa calleja que no deja dudas respecto a que Japón continúa siendo Oriente. Lejano Oriente. Lejanísimo. Así, cuando Ana busca por Hiroshima un lugar donde cenar -cae ya la tarde- , lo que encuentra es una taberna acogedora, con las pertinentes bicicletas a la puerta y donde no poseen cubiertos occidentales:
Japón es el lugar donde se encuentra uno trenes que parecieran llegados de siglos futuros:
Pero es también el país donde, tanto en Nara como en Miyajima, los ciervos, directamente descendidos de la frondosidad de la montaña, conviven con el hombre desde tiempos ancestrales y visitan los templos como cualquier criatura de Dios:
(Curiosidad: la toallita al cuello de Ana no supone una graciosa manía; se trata de un útil truco aprendido de los propios nipones, y que consiste en aliviar el atosigante calor de la canícula oriental mediante dicha toallita cuidadosamente empapada en cualquiera de las fuentes presentes por doquier).
¿Pero cómo quieren que entienda uno al pueblo que convive con naturalidad con la tecnología más desarrollada y a la vez emigrar con entusiasmo a ver al Buda de piedra de Kamakura? Imponente, sí, pero de imponente sobriedad.
¿Y cómo entender a un pueblo, nosotros que venimos de la tierra del aceite -a menudo reusado más veces de las que aconseja una mínima prudencia culinaria- cuya comida nacional es pescado crudo sobre una base de arroz blanco?
Fíjense en esa gamba, cruda como ella sola. Y en esa porción de tortilla dulce, inencontrable en los restaurantes japoneses no nativos. Y en esa ambuesta de soja. Y en ese cilantro laminado que limpia y refresca el paladar entre bocado y bocado. ¿Y cómo entender que tan elemental pitanza -¡pescado crudo!- constituya, sin embargo y por no sé qué arte de birlibirloque, un plato sofisticado, distinguido, servido sólo en lugares elegantes, como aquel sushi bar ante el que posa Ana, que, a pesar de hallarse en un centro neurálgico de Tokio -Ikebukuro- , no era, en su fuero más profundo, más que un lugar de comidas de un país del lejano Oriente:
No, poco podré yo decir de Japón: yo no he entendido Japón. Aunque ahora que lo pienso... oigan, ¡pregunten a Ana!
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