Dos posibilidades extremas se le plantean al visitante del país del sol naciente. Por un lado, puede decidir visitar todo templo que se le ponga a tiro. Su visita, entonces, se agotará en tan hercúlea labor, dado el número inabarcable de templos que el país alberga. Por otro lado, puede el visitante decidir, tras la tercera visita a un templo, que visto uno, vistos todos, poner un abrupto punto final a los templos nipones y aquí paz y después gloria. Conviene, por tanto, adoptar la postura intermedia, esto es, seleccionar con tino un ramillete cuyos integrantes no dejen al turista ni con la boca hecha agua ni sumido en el hartazgo.
Imprescindible resulta, en ese florilogio que el visitante pergeña, una visita a Nara, en las cercanías de Kioto, todo un conjunto Patrimonio de la Humanidad.
El templo shintoista-budista posee una gracia peculiar. Se trata, pienso, de la gracia de moles macizas -poque, bien mirado, son moles macizas- con un aire lejano de Románico de última época que, no obstante, resultan gráciles. Son moles livianas, son monstruos que danzan. Si hubiera de buscar alguna metáfora plástica, diría que son como una Quinta Sinfonía de Beethoven tocada con maracas, como una piedra pómez cuyo contacto suscitara un agradable cosquilleo. Aúna el templo shintoista, pues, solemnidad y gracilidad, densidad y fragilidad, suntiosidad y frivolidad. Es el alma oriental, en realidad, una insólita amalgama de estas contradictorias cualidades.
¿Qué me dicen de ese templo que se yergue tras Ana? Coronado por una especie de dorada cornamenta no consigue, no sabe inspirar pavor alguno, dada la sutilidad de las formas. La curva dulce de las techambres confiere al templo un no sé qué de etéreo. El mamotreto adquiere así un halo de delicadeza. Piénsese, además, que es Nara el lugar por donde, entre tanto templo entre ciclópeo y primoroso, campan los ciervos. El ciervo salvaje hecho, como quien dice animal doméstico. He ahí el contraste del templo -y del carácter- nipón.
Observen, observen detenidamente la pagoda de cuidadosos tallados y sutiles formas de Kiyomizu-dera, en Kioto.
Sólo el templo japonés -esta es mi teoría de hoy- puede conseguir que el visitante comprenda el código bushido y, por extensión, la idiosincrasia oriental. Como bien saben, los americanos quedaron asombrados en la II Guerra Mundial por la fiereza con la que los japoneses luchaban, por la abnegada forma de entregar hasta la última gota de sangre. El oriental, podría pensarse, de tan mansas maneras, no es ser nacido para el combate. El responsable de tan bravo comportamiento fue el código bushido. Se rescató, para la lucha contra los yanquis, el que había sido el prontuario de los antiguos samurais. Este prontuario ordenaba aceptación del estatus recibido al nacer sin que esto conlleve dejación del esfuerzo diario e inexcusable para mejorarse a uno mismo. Ordenaba ser leal en toda circunstancia a los mayores de la familia y valorar los ancestros. Ordenaba un metódico entrenamiento en las artes de la guerra mediante la disciplina para con el cuerpo y el alma. Cualquier parecido con lo que podríamos considerar la moral occidental contemporánea resulta pura coincidencia.
La majestuosidad con la que Ana posa ante los templos majestuosos de Kiyomizu-dera me traía a mí a la cabeza lo majestuoso -en su plenitud de significado- del bushido. Y pensaba yo que así se podría resumir dicho breviario: Para con los demás, sinceridad y honradez; para con tus mayores y superiores, deber y lealtad; para con tu nación, honor y valor; para contigo mismo, disciplina y valor.
Ay, si un código remotamente semejante a ese rigiera una mínima parte de nuestras existencias, individuales y gregarias... Relean de nuevo ese puñado de preceptos, deléitense en la elegancia garbosa del templo shinto y díganme, si se atreven, que el Imperio del Sol Naciente tiene poco que enseñarnos.