sábado, 12 de febrero de 2011

¿Qué piensa una mujer? (Reflexiones en torno al alma holandesa y femenina)

Delft nos recibe con agrado a quienes buscamos la patria chica del insigne pintor. Ofrece una plaza central digna, con estatua de Hugo Grotius, un mercadillo con exquisitas trufas, setas y dulces (inmejorables muffins) y diversas terrazas, repletas de turismo y juventud en verano, que se recogen raudas cuando una nube estival decide aligerar su carga antes de continuar su viaje. Los canales, ubicuos en Holanda toda, conforman también aquí una nerviosa red de venas bien nutridas, arrastrando esas flores grandes que puntean de verde el agua fosca.

Holanda tiene algo de misterioso para mí. Ese carácter hosco contrasta con la legendaria apertura mental y tolerancia en todos los ámbitos.  Conocida es su  tolerancia hacia las drogas blandas y la prostitución en Ámsterdam. Se trata de un pueblo hacendoso y serio. El salario mínimo anda por los 1.400 euros (en España por los 700), pero el medio supera los 2.500. Consecuentemente, los precios resultan abusivos para un salario hispano. El misterio se resuelve, en gran medida, lo sé, por el comercio. Desde su explosión como territorio netamente comercial, a mediados del XVI, el carácter holandés viene marcado por el cromosoma del comercio. Añádase a esto la lucha por la independencia contra un imperio como el español y la cuestión religiosa: comercio, protestantismo y afán de autonomía, no es mala combinación.

No soy demasiado amigo de la tesis weberiana que enlaza laboriosidad y protestantismo: existen diversos ejemplos en contra (fenicios, almogávares, antiguos napolitanos). El comercio, la industria, el afán de progreso, el ahorro, son todas virtudes que han florecido del humus de diversas creencias. No obstante, el cóctel mencionado, con una buena dosis en él de puerto norteño, ha impreso carácter a las gentes de las Tierras Bajas. Ámsterdam es, en realidad, sólo la epítome de todo lo holandés, de los canales y el trasiego diurno y la paz nocturna y las bicicletas y el mercadillo y la casa antigua y bella.

La edad de oro holandesa, los siglos XVI y, sobre todo, XVII vieron nacer un comercio espectacular en el Mar del Norte, a lo que se sumó la industria textil y una agricultura fértil. La vida era plácida en los villorrios y también en los grandes centros del comercio mundial: Leiden, Ámsterdam, Delft, La Haya, Rotterdam. Vida plácida y, ya digo, tolerante. A Holanda marcharon, en refugio intelectual, pensadores como Descartes o Spinoza y los navegantes del Mayflower, antes de emprender la aventura americana. Holanda, librada del yugo español, da un ejemplo de buen hacer con su autonomía: ¿cuántos pueblos pueden decir lo propio? En todo caso, puede servir como argumento a escoceses o catalanes.

No obstante, el viajero no encontrará en el país el que sea tal vez el más bello, a fuer de enigmático, cuadro de Vermeer, La muchacha leyendo una carta. El cuadro se encuentra en Dresde. Allí, pregunto a la ujier si se permiten fotografías, "leider nicht" es su respuesta, pero yo, pícaro hispano, desenfundo mi cámara y retrato a Ana junto a la magna obra en cuanto la ujier se me despista. La muchacha ha buscado la luz de la ventana para leer la carta. Vestimenta, cortinas y mantas poseen esa textura y esos pliegues que sólo Vermeer sabe subrayar en sabio juego con luces y contraluces. El rostro de la muchacha no desvela el contenido de su lectura. ¿Se trata de una carta de amor o de desamor? El rostro sólo muestra concentración: ¿se debe a una declaración anhelada o al dolor de un súbito despecho? Decía Ortega que una joven de quince años guarda ya más secretos que un jefe de Estado. ¿Qué sucede en la cabeza y el corazón de la joven cuando lee la carta? ¿Qué pensaba Ana tan absorta en la contemplación de su congénere de sexo? Santo Dios, qué piensa una mujer constituye, ciertamente, un secreto mayor que el del alma holandesa.

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