Voy a aprovechar para confesar una cosa. Yo, cuando voy a un congreso, doy mi charla y me muestro de una exigencia hiperbólica a la hora de seleccionar las demás. Porque yo -confieso- voy a hablar yo y, por lo demás, a hacer turismo. Entiéndanme, hay congresos y congresos. Sucede a veces que la temática del mismo o la altura intelectual del resto de ponentes no dan tregua; ya decía el maestro Ortega que el filósofo, aun cuando amante de los paisajes, lo es más de una buena teoría. Aunque si ése ha de ser el criterio que determina la calidad de un filósofo, tal vez no pase yo -ay- de mediocre aspirante.
Es más, tal es mi vocación de turismo en los congresos, que, si sus ocupaciones y nuestra economía así lo permiten, Ana me acompaña: toda una declaración de intenciones. Y tuvo Ana a bien acompañarme en mi última y reciente visita congresual. Cerdeña. En concreto, El Alguer. Se trata de una ciudad de pasado catalán, donde, muy a pesar de lo que describen los libros de texto de los escolares de Cataluña, nada queda de dicho pasado. Del catalán -como en tantos lugares de Alicante- sólo se tiene noticia por los letreros de las calles -y por algún turista. Paradigmático ejemplo de diglosia promovida por la administración.
En
dos de sus diálogos, Platón habla de Atlantis, una especie de paraíso
terrenal. Los eruditos opinan que Platón pensaba en Cerdeña. Y 2.500
años después, aquí llegué yo, a hablar de ontología y otras exotiqueces.
El paseo que transita junto al mar -puro Mediterráneo, más bravío, sin embargo, de lo usual- es una delicia. Se observa, desde la altura de nuestro hotel, cómo una nube traicionera -ya pasó el verano- comienza a descargar sobre la isla. Isla bañada por el Mediterráneo a este lado algueriano y por el Tirreno al otro. Pasea uno desde el hotel hasta la universidad por ese paseo, mar a un lado, centro histórico de cautivador skyline al frente, y se siente inspirado, presiente que están los eruditos en lo cierto: ¡es Atlantis!
Pero si lo fue, ya no lo es. El centro histórico es una típica ciudad del sur de Italia, donde, en palabras de un amigo, hay belleza en la cochambre. Esas callejuelas un tanto hediondas, la humedad incómoda, los muros desconchados, las ventanas desvencijadas: porca -mà bella-miseria!
Los organizadores del congreso piden disculpas ante el estado -catastrófico- del edificio universitario. Se nos traslada a un edificio propiedad eclesial, más apañado, y se agradece la concesión a los jerifaltes ensotanados. El instituto de bachillerato del lugar posee unas vistas esplendorosas hacia la lejanía color turquesa del Mediterráneo; el edificio, no obstante, amenaza ruina.
Holandeses y germanos toman, a estas alturas del año, la isla (no escasean los españoles), cuyos precios son a todas luces desorbitados. Nada vale lo que cuesta. Dados, pues, los precios de la hostelería, dado que sólo unas pocas calles conforman el casco antiguo -mientras que se extiende la cochambre a la isla toda- y que las nubes traicioneras no resultan inusuales en esta época del año... resulta que, al final, tendré que asistir al congreso para cuya asistencia he venido. Porca miseria!