Acertaron: quedé prendado de Nueva York. No conozco, en verdad, a nadie que no haya visitado la célebre ciudad y sus expectativas, por altas que fueran, no hayan quedado satisfechas. Se trata de coger el ferry (inverosímilmente gratuito) que te pasea frente a la Estatua de la Libertad.
Se trata de regodearse en la vista espectacular que, de vuelta, ofrece el ferry de Manhattan:
Se otean, incluso, las grúas que laboran (¡aún!) en la Zona Cero. Se trata, por qué no, de relajarse en la inmensidad de Central Park, rebosante en verano de atléticos cuerpos masculinos y chicas en bikinis de tamaños inverosímilmente reducidos. La policía, eso sí, anda vigilante de que no se formen incómodas fiestas tipo botellón:
Se trata de descubrir que, ciertamente, existen esos locales repletos de lavadoras donde la gente hace su colada porque pasa de comprarse una lavadora (¿existe alguna en España?):
Se trata de dejar una generosa propina a la banda de músicos negros que, a la entrada del Metropolitan, deciden amenizar la cola del personal. Y, de paso, de comprobar que, efectivamente, los autobuses escolares son como en la tele (inevitable pensar que viaja dentro Millhouse, ¿verdad?):
Y, por supuesto, se trata también de solazarse en la impecable vista de la ciudad que ofrece la terraza del Rockefeller Center:
Manda la costumbre subir al Rockefeller por el día y al Empire State Building por la noche. Las colas para subir a éste último se hacen, sencillamente, insufribles, y, para colmo, el gentío arriba, en tan reducido espacio, no permite gozar de las vistas que, eso es innegable, son prodigiosas. El más bello edificio de la ciudad, no obstante, a juicio de quien esto suscribe, es el Chrisler, al cual no se asciende, pero despunta esplendoroso tanto en la vista diáfana del Rockefeller como en la nocturna y mágica del Empire. Y, hablando de belleza, hablamos de la ciudad donde puede uno disfrutar de algunas de las grandes obras de Van Gogh, de Andy Warhol, Monet y, digámoslo también, Modigliani:
Sí, todo esto lo saben ustedes ya. Han visto ustedes, seguro, más, muchas más películas y series que acaecen en la ciudad que nunca duerme. Disculpen mi carencia de originalidad. Me despido, pues. Se trata, en la ciudad que nunca duerme, de rememorar la bella canción a ella consagrada y, simplemente, pasear por sus populosas avenidas, probar uno de esos pancakes tan en boga en alguna de las encantadoras cafeterías de barrio, entretenerse observando las curiosas madejas que forman las escaleras de incendios, hacerse una foto con un policía local, y otra en Wall Street, y otra más en la Reserva Federal (cuyo edificio es mucho más bonito), visitar el barrio chino, asistir a un musical en Broadway, usar y abusar de un metro con encanto. Por cierto, ¿pensaban con eso de la canción que me refería al clásico de Sinatra? Ahí se pasaron de listos. Me refiero, por supuesto, al I Happen to Like New York, compuesto por Cole Porter en los años '30. Woody Allen abrió con ella su Misterioso Asesinato en Manhattan.
I happen to like New York, I happen to like this town.
I like the city air, I like to drink of it.
The more I know New York the more I think of it.
I like the sight and the sound and even the stink of it.
I like the city air, I like to drink of it.
The more I know New York the more I think of it.
I like the sight and the sound and even the stink of it.
I happen to like New York. I happen to love this burg.
And when I have to give the world a last farewell,
And the undertaker starts to ring my funeral bell,
I don't want to go to heaven, don't want to go to hell.
And the undertaker starts to ring my funeral bell,
I don't want to go to heaven, don't want to go to hell.
I happen to like New York.
I happen to like New York.
NON SOLA SCRIPTA