lunes, 14 de noviembre de 2011

New York, New York (no se pasen de listos)

Acertaron: quedé prendado de Nueva York. No conozco, en verdad, a nadie que no haya visitado la célebre ciudad y sus expectativas, por altas que fueran, no hayan quedado satisfechas. Se trata de coger el ferry (inverosímilmente gratuito) que te pasea frente a la Estatua de la Libertad. 



Se trata de regodearse en la vista espectacular que, de vuelta, ofrece el ferry de Manhattan:


Se otean, incluso, las grúas que laboran (¡aún!) en la Zona Cero. Se trata, por qué no, de relajarse en la inmensidad de Central Park, rebosante en verano de atléticos cuerpos masculinos y chicas en bikinis de tamaños inverosímilmente reducidos. La policía, eso sí, anda vigilante de que no se formen incómodas fiestas tipo botellón:


Se trata de descubrir que, ciertamente, existen esos locales repletos de lavadoras donde la gente hace su colada porque pasa de comprarse una lavadora (¿existe alguna en España?):


Se trata de dejar una generosa propina a la banda de músicos negros que, a la entrada del Metropolitan, deciden amenizar la cola del personal. Y, de paso, de comprobar que, efectivamente, los autobuses escolares son como en la tele (inevitable pensar que viaja dentro Millhouse, ¿verdad?):


Y, por supuesto, se trata también de solazarse en la impecable vista de la ciudad que ofrece la terraza del Rockefeller Center: 






Manda la costumbre subir al Rockefeller por el día y al Empire State Building por la noche. Las colas para subir a éste último se hacen, sencillamente, insufribles, y, para colmo, el gentío arriba, en tan reducido espacio, no permite gozar de las vistas que, eso es innegable, son prodigiosas. El más bello edificio de la ciudad, no obstante, a juicio de quien esto suscribe, es el Chrisler, al cual no se asciende, pero despunta esplendoroso tanto en la vista diáfana del Rockefeller como en la nocturna y mágica del Empire. Y, hablando de belleza, hablamos de la ciudad donde puede uno disfrutar de algunas de las grandes obras de Van Gogh, de Andy Warhol, Monet y, digámoslo también, Modigliani: 



Sí, todo esto lo saben ustedes ya. Han visto ustedes, seguro, más, muchas más películas y series que acaecen en la ciudad que nunca duerme. Disculpen mi carencia de originalidad. Me despido, pues. Se trata, en la ciudad que nunca duerme, de rememorar la bella canción a ella consagrada y, simplemente, pasear por sus populosas avenidas, probar uno de esos pancakes tan en boga en alguna de las encantadoras cafeterías de barrio, entretenerse observando las curiosas madejas que forman las escaleras de incendios, hacerse una foto con un policía local, y otra en Wall Street, y otra más en la Reserva Federal (cuyo edificio es mucho más bonito), visitar el barrio chino, asistir a un musical en Broadway, usar y abusar de un metro con encanto. Por cierto, ¿pensaban con eso de la canción que me refería al clásico de Sinatra? Ahí se pasaron de listos. Me refiero, por supuesto, al I Happen to Like New York, compuesto por Cole Porter en los años '30. Woody Allen abrió con ella su Misterioso Asesinato en Manhattan. 




I happen to like New York, I happen to like this town.
I like the city air, I like to drink of it.


 


The more I know New York the more I think of it.
I like the sight and the sound and even the stink of it. 



 I happen to like New York. I happen to love this burg. 


And when I have to give the world a last farewell,
And the undertaker starts to ring my funeral bell,
I don't want to go to heaven, don't want to go to hell. 


I happen to like New York.
I happen to like New York.
NON SOLA SCRIPTA

jueves, 27 de octubre de 2011

New York: Hopes and Dreams

For this part of the ride
You leave behind your sorrows.
Big wheels rolling through fields,
where sunlight streams.
Meet me in the Land of Hopes and Dreams.
Bruce Springsteen.


Es Times Square un avispero de turistas, arremolinados bajo los célebres paneles de neón. Lucen más mágicos, más hipnóticos, si se me permite, en la noche. Me cuenta un amigo nativo que hace sólo unos quince años era el lugar un rincón desolado, punto de encuentro de prostitutas y otras gentes de mal vivir. Los neones espantaron a las pécoras y atrajeron a los comerciantes y los turistas. Todo un espectáculo lumínico y fluorescente ante el que se pregunta uno, como Josep Plà, ¿esto quién lo paga? 



Inmesas algunas de las tiendas que allí se asientan. En la misma calle Broadway se erige, por ejemplo, un colosal edificio de M&M's, esos pequeños bombones en forma de pastilla que, como rezaba el anuncio, se derriten en tu boca y no en tu mano. Ana, como niña que es, disfruta recorriendo sus pasillos y disfruta, también, ante su neón chillón:

Existe en Times Square el Wishing Wall, el Muro de los Deseos. Se trata de que cada cual añada a la curiosa pared, ubicada en un edificio donde compra uno entradas de teatro y tours varios, un posit con sus deseos para el año venidero. Abundan, no podía ser de otra manera, los "hacerme rico", "que me toque la lotería". Aunque, a decir verdad, son minoría ante aquellos de más elevados sentimientos: "que se encuentre cura para mi diabetes", "salud para toda mi familia", "paz en el mundo". "Felicidad para mi marido y mis hijos" decía uno con forma de corazón. Algún otro eriza la piel: "Que a mi mujer le funcione la quimioterapia". Los hay, también, de corte político: "Que le salgan mejor las cosas a Obama" -con esas u otras palabras el mensaje se repite - , aunque muy inferiores en número ante aquellos que ansían la llegada del amor: "Encontrar al hombre de mi vida", "que Johny me pida matrimonio" o, más llano pero, quizá, más contundente: "echarme novia".

Decía el gran psicólogo Viktor Frankl, que desarrolló su teoría (la logoterapia) a raíz de sus experiencias en Auschwitz, y citando al mismísimo Nietzsche, que quien tiene un por qué para vivir, siempre encuentra un cómo. He ahí, en el Wishing Wall de Nueva York, bajo el neón -cómo no- que reza Hopes & Dreams, todos esos porqués. Ojalá hayan encontrado un cómo.

sábado, 15 de octubre de 2011

New York y Apple (pero vía Cracovia)

No podría, aunque quisiera, dejar de hablar de Nueva York. Nueva York: esa ciudad que más que una ciudad es un país dentro de un país que más que un país es un continente. Nueva York: hiperbólicamente publicitada por cine y televisión y, sin embargo, siempre tan enigmática y exótica. Nueva York: la lograda confluencia entre millones de personas y millones de coches y millones de todo y una afabilidad y sosiego que rayan lo inexplicable. Quien ha estado en Nueva York, lo sabe; quien no, no. Ilustra esto que digo como pocas estampas la de Central Park: la calma lacustre, el graznido de los patos, los corredores sudorosos y la inmesidad boscosa y fresca; todo ello tras la cortina de una ciudad monstruosa. Los patos de Central Park son, acertó el lector letraherido, aquellos sobre los que Holden Caufield se preguntaba dónde irán cuando el lago se hiela. Holden Caufield, de alma enrevesada, de una desencantada puerilidad, perdido y lúcido a la vez: bella síntesis de esta ciudad.

La ciudad es exactamente (e-xac-ta-men-te) como tantas veces ha visto uno en la pantalla, grande y pequeña: miríadas de taxis amarillos, hordas de todos los colores cruzando los semáforos, barrios para todos los gustos, un metro de museo, abrumador estallido de rascacielos, alcantarillas que humean, trasiego libérrimo.

Y, claro, tampoco podría yo evitar hablar estos días de Steve Jobs y, por extensión, Apple. Adquirí este verano mi primer i-Pad en la célebre tienda que Apple mantiene abierta, en la Quinta Avenida, 24 horas al día durante 365 días al año. El edificio es, básicamente, un cubilete acristalado, que en verano es cubierto por unos tablones del blanco característico de la casa, por obvias razones de temperatura estival. Los i-Pads se venden en el local cual si fuesen magdalenas para el desayuno. Compramos los nuestros Ana y yo, ya a avanzada hora de la noche, por eso de evitar colas y aprovechando la cercanía del hotel. Camina uno con su tesoro bajo el brazo en Nueva York como, desde luego, no lo hago en Barcelona o Alicante. 

La espectacular Quinta Avenida da pie a rememorar la remota Cracovia. ¿A cuento de qué? Si Steve Jobs se ha erigido como figura del capitalismo, lo es porque encarna la antítesis de Cracovia. Me explico. Oskar Lange fue un historiador polaco, profesor en Cracovia, que intentó hacer del socialismo un sistema económico viable. Para ello se decidió a aplicar al socialismo el sistema de precios que ofrece en el capitalismo una fuente de información económica sin igual. Es decir, los bienes y servicios continuarían comprándose y vendiéndose, con una precio en la etiqueta y un dinerillo en los bolsillos de la gente. Eso sí, al final sería todo un poco ficticio, dado que todo el dinero es recaudado por el Estado, que procede a su redistribución. Gracias a esto, el Comité de Planificación Central dispondría de toda la información posible y actuaría, así, de forma más racional y eficiente que cualquier empresa: conocería, perfectamente, la estructura de la demanda agregada en cada momento. Ay, Cracovia, qué lejos queda de Nueva York y, no obstante, qué vívida en mi memoria:


El error de Lange -por bella que nos parezca Cracovia- es que el progreso, diríase casi la civilización, consiste, más bien, en lo que Hayek denominó "competencia dinámica". Es decir, que Lange piensa que el socialismo es el colmo de la competencia capitalista (¡!) porque dispondría de toda la información acerca de lo que los sujetos deseamos hoy, en base, además, a lo que se nos oferta ahora. La competencia dinámica, la operante en el capitalismo, aquella que Jobs ilustra elocuentemente, trata de descubrir qué nos complacería si nos lo ofrecieran. No se trata de una tesis freudiana acerca de que uno tenga deseos que no sabe que tiene, se trata de que una empresa, un tal Jobs, puede imaginarse una manera de hacerle a usted la vida más cómoda. Si acertó o no, usted dirá. Desde que quedé convertido, por obra y gracia de la Quinta Avenida, a la religión Apple, el arsenal de libros, artículos, revistas que solían hacer saltar las costuras de mi mochila, darme problemas en los aviones y perjudicar seriamente mi espalda, ha pasado a ser liviano como una i-Pluma. ¿Cómo, me pregunto, habría podido saber eso el Comité de Planificación Central de Lange?

Ay, la Quinta Avenida, cuán diferente de Cracovia y, sin embargo, cuán cercana en la memoria: 



Socialismo de mercado se ha llamado a la teoría de Lange. Stalin quedó impresionado por la teoría (pidió a Roosevelt que permitiera al economista polaco, que andaba entonces dando clase en Chicago, viajar a la URSS para entrevistarse con él). Hay quien ha sugerido que el actual sistema chino es una muestra del teorizado por Lange. Más de uno, tal vez, haya querido autoconvencerse de ello cuando contemplaba el Mao Tse-Tung de Warhol que cuelga en las paredes del Metropolitan:


Los más recalcitrantes podrán argüir que el Comité de Planificación languiano podría, también, dedicarse a la investigación e innovación. Innovación planificada: el paradigma de la contradicción lógica. Pero los recalcitrantes son así. Al fin y al cabo, deberían pensar, tal vez no sea casualidad del todo que Apple, que la misma Internet, naciera en California y no en Cracovia.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Washington (donde todos tienen razón)

Washington merece más de dos días. Ponga tres. Uno lo dedicará a todo el aparato estatal y gubernamental más ciertos monumentos emblemáticos de la ciudad. No hay cuidado: está todo cerca. Otro día se reserva a los museos, que sin ser la octava maravilla, son de obligado paso. ¿Y no va a pasear tranquilamente por la inmesidad de sus parques, por sus bellas avenidas mastodónticas y su animado, aunque apacible, ambiente de la tarde noche? Ana y yo le dedicamos cuantro días y puedo prometer y prometo que ni ninguno sobró. Dicho sea que, dado el calor bochornoso de Washington en agosto, calor que golpea con especial virulencia si el viajero procede de las frescas tierras norteñas de Massachusetts, nos regalamos un baño en la piscina del hotel y una última tarde de atardecer sin prisas, entre reflexiones ora metafísicas ora mundanas en un banco frente a la Casa Blanca. Cosas de parejas. Así, hay quienes consideran que la ciudad capitalina tiene suficiente con un par de días y que es una más de entre las grandes  ciudades que en el mundo hay; pero son legión también quienes opinan que se trata de una de esas ciudades con encanto que merece profundizar, lo que requiere no menos de cuatro días. Lo curioso es que todos tienen razón.

Washington no es la capital del país, es un canto báquico a la grandeza de los Estados Unidos. Se siente uno partícipe de dicha sinfonía, especialmente, desde el Monumento a Washington, primer presidente del país: un obelisco en torno al cual tiene lugar una orgía de banderas nacionales. En derredor, la verdor de un parque gigantesco en cuyos extremos se erigen más monumentos icónicos. Los turistas deambulamos alrededor del obelisco, bajo un sol abrasador y un calor húmedo que no ofrece el consuelo, tan siquiera, de abanicar con la panoplia de Barras y Estrellas que allí se despliega. 


Desde el Monumento a Washington se otea el Capitolio. La sede, nada más y nada menos, del Parlamento de la más poderosa nación del mundo: 


Fuimos Ana y yo a visitar el Capitolio precisamente el día que albergaba una votación vital -y, a la postre, letal- para el país. Se trataba de la tan traída y llevada cuestión acerca de elevar el techo constitucional de deuda. Los Demócratas no podían permitirse dejar de enviar ciertos cheques (soldados, algunos funcionarios y determinadas pensiones) y los Repúblicanos no podían dejar pasar la oportunidad de hacer que los americanos se asomaran a un precipicio obamita. Finalmente, por supuesto, el techo de deuda se elevó -no era la primera vez en la historia- y, así, todos tuvieron puntualmente su paga. La deuda del país, eso sí, quedó un poquito más deteriorada de cara a los acreedores reales o potenciales. De hecho, una de las agencias de calificación le rebajó la nota -y esto sí que sucedía por primera vez- a la deuda soberana yanqui. 

El paseo hasta el Capitolio es, en plena canícula, una solana atosigante. Agua e, incluso, limonada, son para el caminante auténtica agua de mayo. El esfuerzo queda, no obstante, recompensado por la belleza refinada, de neoclásicas maneras, aunque contundente, del edificio. La blancor marmórea refulge al sol. Los turistas tardan en llegar, con lo que el visitante madrugador disfrutará del clasicismo albo en soledad. Se entenderá que en semejante lugar y semejante día vinieran a las mientes del turista las figuras de Alexander Hamilton y de Thomas Jefferson. El primero concibió este país como la cuna del capitalismo, especialmente de la manufactura. El segundo albergaba una imagen romantizada del país como una sempiterna nación de pequeños granjeros y ciudades medianas. Para Jefferson, aquellos que vivían de la especulación y del trabajo asalariado de otros constituían el elemento parasitario de la sociedad: Those who labor in the earth are the chosen people of God. Claro, que resultaba sencillo adherirse a la utopía jeffersoniana cuando uno disponía de mano de obra gratis (esclavos) y crédito (británico) barato. Las propias deudas personales de Jefferson le hicieron detestar en particular al mundo financiero. Y, más en particular, la construcción británica de una nación a golpe de deuda.

Hamilton el capitalista detestaba, también, la idea de forjar un país sobre el crédito: pídase prestado, decía, siempre que haya garantía de devolución: 

...on the one hand, the necessity for borrowing in particular emergencies cannot be doubted, so on the other, it is equally evident, that to be able to borrow upon good terms, it is essential that the credit of a nation should be well established.

No pueden estos temas candentes ser temas, pues, más viejos. Pensaba uno, a la sombra de los árboles que puntean el lugar, en qué diría Hamilton de esas luminarias de la economía actual que abogan por el impago de la deuda (que se lo digan a Latinoamérica), que defienden el decrecimiento económico, que se alegran cuando baja la bolsa. Ha sido, paradojas de la vida, el propio Obama quien mejor lo ha expresado: No es guerra de clases, son matemáticas. Los árboles nos protegen del bochorno canicular: ¿quién nos protege de las lumbreras económicamente analfabetas?

¿Es Washington una ciudad de siete cabezas o un apacible y reconfortante lugar? ¿Debe ser este país una inmensa campiña jeffersoniana o una factoría hamiltoniana? ¿Se debe respetar el techo de deuda así se mueran los niños? ¿Mira este país a la sofisticada y ultramoderna costa Este o más bien viene su carácter dado por las ilimitadas tierras que miran hacia el Pacífico? ¿Conviene hacer el camino que conduce al Capitolio tirando de agua llana o recurriendo a la más graciosa limonada? Lo curioso, ¿saben?, es que todos tienen razón...

lunes, 12 de septiembre de 2011

La Zona Cero -diez años después-

La Zona Cero (Ground Zero) es aún un solar; repleto, eso sí, de grúas y cables y con una especie de museo a su lado. Museo peculiar que se centra más en lo que será de dicha zona que en lo que fue. No conviene remover dolores. Se ha construido hasta el momento un tercio de lo planeado, dado que las autoridades se debatieron en la incertidumbre sobre qué hacer, en la posterior duda entre varios proyectos, en la intensa aflicción que rezuma aún el lugar.

Ana y yo hemos visitado La Zona Cero diez años después de que Las Torres Gemelas fueran objeto del ataque terrorista de Al-Qaeda; ningún amante de la historia, no obstante, puede dejar de emocionarse en semejante lugar, aún diez años después. Cerca de tres mil personas murieron en aquel espanto de llamaradas, escombros, fuel hirviendo. Las hormigoneras laboran ante el silencio doliente de los turistas que observamos, que fotografiamos y que meditamos. La maquinaria porta la bandera nacional y algún reconocimiento a policía y bomberos. 

Resulta previsible dicho reconocimiento si piensa uno en que los americanos agradecen su labor a las Fuerzas Armadas incluso en la camioneta que asfalta una calle de Washington: 



La Zona Cero es el nombre que se le aplica a Hiroshima y Nagasaki y, en emotivo recuerdo, han querido los neoyorquinos bautizar así al terreno donde una vez se erigieron las Torres Gemelas. Diez años después puede el turista reflexionar con mayor lucidez acerca de lo que aquí sucedió y de sus consecuencias. Los atentados que aquí tuvieron lugar cambiaron el mundo más de lo que las gentes suelen pensar. Las guerras de Iraq y Afganistán fueron entonces una respuesta bastante lógica. El hecho de que la posguerra se gestionara de forma tan catastrófica no debe empañar nuestro juicio sobre dichas guerras. Aquel día de hace diez años, hagamos memoria, era mucha la gente que pedía acción inmediata, respuesta contundente. Es más, quizás hoy, diez años después, me atrevería yo a insinuar alguna relación entre la Primavera Árabe y el hecho de que ni talibanes ni Husein se hallen en el poder en Afganistán e Iraq, respectivamente. Resulta un tanto dificultoso concebir tanta revuelta en una zona con sendos poderes bien asentados. Por otro lado, el antiamericanismo en el mundo árabe, eso ya no se le oculta a nadie, alcanzó cuotas desconocidas. Diez años después, así de espinosa es la realidad, continúan reverberando las consecuencias de tan atroz acto.

Vinieron también, a causa de este solar, los artificiales tipos de interés que acabarían generando la ya célebre orgía crediticia, responsable, en gran medida, de la situación económica actual. Vendría también la demonización de Bush y el entronamiento de Obama, hechos ambos que hoy, diez años después, aparecen un tanto empañados a la vista del visitante. Del visitante que, como yo, como Ana, mantiene aún en su retina la imagen del bellísimo puente de Brooklyn atestado de quienes sólo deseaban huir de Manhattan. Los turistas hacemos siempre el recorrido inverso, es decir, recorremos el puente desde Brooklyn para saborear a pie las indescriptibles vistas del corazón neoyorquino. Aquel día, no obstante, el mundo al revés, turistas y residentes huían despaboridos en la dirección inversa.


Las enredaderas del cordaje del Puente de Brooklyn no impiden una bellísima vista de Manhattan. Vista, eso sí, que parece llorar aún la amputación de dos de sus miembros. No le debería impedir el carismático cordaje al turista una ponderada reflexión sobre lo que allí sucedió hace diez años. Que fue -si me permiten el tópico- el cambio del orden mundial. Que, tópico o no tópico, no es poca cosa. 


11S-2001/11S-2011

miércoles, 24 de agosto de 2011

Boston, donde todo comenzó


Lo que ante los ojos del viajero se ofrece, desde el avión, en la arribada a Boston, bien se gana el calificativo de espléndido. Es Nueva Inglaterra una zona lacustre y boscosa. Arboledas que hacen las delicias de cazadores y aguas que salpican la zona de playas y canales y riachuelos. Se otea desde el avión el muelle de Boston y el amante de la historia sentirá erizarse la piel: constituye este más que modesto puerto la cuna del país que, andando el tiempo, se convertiría en el más grande imperio que la Tierra haya visto. El viajero se emociona observando desde las alturas el lugar donde todo comenzó. Incluida la primera visita de Ana y mía a los Estados Unidos de América.

El turista se encuentra el trabajo hecho en Boston. Se hace innecesario el google, la oficina de turismo, casi hasta el mapa. La ciudad, más pequeña de lo que uno había imaginado, posee una ruta, Freedom Trail, que contiene todos los lugares meritorios de visita. ¿Dije meritorios? Lugares de obligada visita en la ciudad donde todo comenzó. La ruta entera lleva al caminante de entrenados cuádriceps no más de tres horas. Con todo, dado que ésta se llega al corazón mismo de la ciudad, cuajado de apetecibles lugares donde reponerse de la sed y el cansancio, Ana y yo decidimos almorzar en uno de los numerosos pubs irlandeses de la ciudad. Entenderán la elección, siendo Boston como es, un nido de almas celtas. Alegres ensaladas, excelentes sándwiches, inmejorables hamburguesas en este país.

Lugar principal ocupa en esta encantadora Freedon Trail la Old State House. Se apartan los turistas –de todas partes de la Confederación provienen– para que cada cual inmortalice el edificio como mejor le plazca. Era este edificio la sede del gobierno británico y, como tal, hallábase coronado por un unicornio y un león, símbolos del poder monárquico. Ambos símbolos fueron derruidos y quemados cuando los colonos norteamericanos decidieron poner punto final a su relación con la metrópoli. Desde este balcón se leyó la Declaración de la Independencia en 1776; y aún, cada 4 de julio, se lee al mediodía ante una multitud emocionada.

Fue dentro de sus paredes que Samuel Adams acuñó el más célebre eslogan de la independencia americana, en protesta por los impuestos que los británicos decidían unilateralmente para sus colonias: No taxation without representation. “Fue allí y entonces – relata el propio Adams– que nació la independencia de la criatura”. Avisé de que Boston, pequeña y acogedora ella, erizaría la piel del paseante sensible a las veleidades históricas.

Samuel Adams fue también uno de los inspiradores del Motín del Té, cuando en uno de los mayores actos de desobediencia hasta entonces conocido, un grupo de bostonianos rebeldes lanzaron al agua cientos de miles de dólares en té, dado que la madre patria había revocado todos los impuestos coloniales excepto el que gravaba la tan británica infusión.  El puerto bostoniano nos congrega en verano a los turistas –ya digo, mayoritariamente estadounidenses– en busca de un soplo de brisa marina y ofrece unas bonitas vistas de la ciudad ultramoderna que se alza a sus espaldas.

Samuel Adams, por cierto, ha dado nombre a la, a mi parecer, mejor cerveza de la zona. Tanto en la Europa norteña como por estos confines, la cerveza se sirve sin la fuerza exigida por un paladar hispano. Requiere, a todas luces, de una chispa adicional de espuma y burbujeo. Aún así, la Sam Adams –así se pide– se salva. Especialmente, si el viajero, en acabar su Freedom Trail, se acerca a Cheers, la cervecería cuya escalera de entrada (hacia abajo) trasladara a la pantalla la mítica serie homónima. El interior del local no guarda un parecido ni remoto con la serie; se trata de un cuchitril incómodo donde la comida se paga a más precio del habitual. De hecho, el lugar ni tan siquiera se llamaba Cheers cuando la serie comenzó a rodarse, y la clientela se opuso al cambio, pues le tenía cariño a su nombre tradiconal –Bull and Finch Pub– . Siendo de aforo reducido, funciona, curiosamente, como las discotecas, estampándole al visitante un sello en la mano. Junto a mi pinta reconfortante, y mientras observo los botes de donativos para los veteranos de Iraq y Afganistán, me enorgullezco de mi sello: Cheers. Era yo en mi mocedad un fan incondicional de Cheers. Ay, mi mocedad; ay, Cheers; ay, mi Sam Adams fresquita. ¿No les dije que Boston es capaz de erizar la piel? 



miércoles, 13 de julio de 2011

Checkpoint Charlie (God bless America?)

Es lo que parece, junto al célebre Checkpoint Charlie, en lo que era la entrada a la Alemania Occidental y como puesto para provocar, se ubica actualmente un McDonald's. Los clientes, para colmo, poseen una vista privilegiada sobre la caseta dichosa, tan acosada por los turistas. Me recuerda a la idea de instalar la Bolsa de Varsovia en lo que era el edificio del Comité Central del Partido. La foto, doy palabra, no tiene una migaja de fotoshops: así es la historia, así es la vida.

El lugar debe darle al turista informado e inquisitivo oportunidad para reflexionar sobre el porqué de la ingratitud europea hacia los norteamericanos. Dos veces, dos, han puesto miles de muertos en nuestros lares para evitarnos el trago de pertenecer a un Imperio Prusiano - militarizado e intolerante - y, sin embargo, nunca ni una palabra de agradecimiento, nunca una palmada en la espalda. ¿Se trata, simplemente, de eso de que los yanquis son capitalistas genéticos y no pensamos agradecerles nada? ¿O, quizá, que nadie salva pellejos de balde y no se agradecerá una salvación seguida de la imposición del FMI y el Banco Mundial? Ahí quizá mordemos más en hueso. ¿O se trata de no querer agradecer la ayuda prestada a quien no se detuvo en aquellas cuasiangelicales intervenciones sino que prosiguió patrullando el mundo y moviendo gobiernos aquí y allá a su antojo? ¿O incluso del pavor comprensible que puede inspirar una maquinaria militar jamás conocida en la historia de la humanidad? Definitivamente, el Checkpoint Charlie inspira al turista y no lo hace repetir el mantra del antiyanquismo de la izquierda europea sin más reflexión.

Buen lugar, el Checkpoint Charlie, para darle vueltas a las guerras de Afganistán o Iraq. ¿Por qué poner un pie en tan exóticas tierras si ninguno de estos Estados ha declarado la guerra a EE.UU.? El denigrado concepto de guerra preventina procede del politólogo canadiense M. Ignatieff y, en realidad, no se trata tanto de ataque preventivo como del reconocimiento de que las guerras actuales ya no suceden siguiendo una protocolaria declaración de guerra (¿cuántas veces, en realidad, lo han hecho?). Tras los atentados del 11-S se impone la visión más realista de que los Estados jugarán más bien la baza de apoyar actos terroristas contra EE.UU. Afganistán o Iraq no pueden desembarcar en Carolina del Norte, pero sí pueden financiar actos terroristas y ofrecer refugio a sus autores. Guerra preventiva no significa, pues, más que declaración implícita de guerra.

Hagamos el experimento mental de suponer que, aún en plena guerra fría, EE.UU. hubiera seguido una política estrictamente aislacionista, a lo Rothbard. Nada de guerra de Corea, ni de Vietnam, ni de crisis de misiles cubanos, ni de nada. Todo ese dinero invertido en médicos, maestros y carreteras para los americanos, bello pensamiento. Pero quizá no tan bello pensar qué habría sucedido si toda Indochina hubiera pasado sin oposición alguna al bloque socialista. Cuando, tras la creación de los Estados marioneta de Laos, Camboya y Vietnam, la URSS y China se apresuran a apoyar y armar a Ho Chi Minh, ¿qué se supone que debe hacer EE.UU.? Ahora bien, en honor a la verdad, una vez que EE.UU., humillado y abatido, abandona la región y los comunistas se hacen con el poder, nada sucedió de especial gravedad para la seguridad americana. Mas también en honor a la verdad sea dicho que los americanos abandonan el país dejando el Vietcong hecho unos zorros: cayeron unos sesenta mil americanos y no mucho menos de dos millones de vietnamitas. No obstante, puede preguntarse el turista entre las barras y estrellas que abundan en el Checkpoint, para qué sirvió tanto esfuerzo, y se lo preguntan con él los EE.UU. aún hoy día: nada, no hay manera de aclararse.

Imaginemos, también, el mundo actual con Sadam Hussein y los talibanes en sus respectivos gobiernos. ¿Nada habría que temer respecto a que Al Qaeda o afines se hicieran con armamento nuclear? ¿De verdad los aislacionistas aguardarían para actuar hasta el mismo momento en que las bombas aterrizaran sobre Manhattan? ¿No debería mover un pelo de la administración yanqui el que las hordas binladenianas se hicieran con Pakistán? ¿O debemos pensar que, como con Indochina, no sería para tanto la cosa? 

He comentado en otra ocasión que el Checkpoint y el Muro no se pueden entender sin Ronald Reagan. Se erige allí mismo un Center for Liberty and Democracy en su honor. Berlín es aquí agradecida. Y quizá su actitud respecto al Muro - no a Sudamérica - , enérgica sin intervencionismo, apoyo sin la CIA de por medio, sea el ejemplo correcto. Además, en este debate de intervencionismo versus aislacionismo, no son al final los argumentos lo que deciden, sino el vil metal. Era el Treasury Secretary, más que los campus universitarios, quien opinaba que la guerra de Vietnam era injusta, y tres cuartos de lo mismo para Afganistán o Iraq, porque las guerras, como (casi) todo en la vida, hay que pagarlas.

PD. De manera sumamente inopinada para mí, esta bitácora cumple el día 30 de julio, 2 años. A propósito de Ronald Reagan, por esas fechas y Dios mediante, yo debería estar atterizando en el aeropuerto Ronald Reagan de Washington, procedente de Boston y antes de dirigirme a Nueva York. Mentiría si no confesara que cada entrada viene acompañada de la sensación de ser la última. Mentiría, también, si no confesara cuánto disfruto escribiendo. Me conformaría, pues, con que ustedes, mis escasos pero estimados acompañantes, hubieran disfrutado con su lectura una minúscula parte de lo que yo lo he hecho con su escritura. En todo caso: buen verano.

miércoles, 29 de junio de 2011

Hechos reales

 La Vega Baja alicantina, Albatera y San Isidro incluídos, es en la canícula estival un laberinto de limoneros y de caminos terrizos y de sombras. La Sierra al fondo. Nada queda ya del antiguo campo de concentración.

Era un mayo caluroso de 1937. El abuelo rememora, una vez más, el estruendo de las bombas y las balas y el aire inyectado de la esencia pavorosa de la muerte. Los españoles se mataban; hermanos mataban a hermanos, primos mataban a primos, tíos a sobrinos. Se mataban en Brunete en aquel julio tórrido de 1937. Es el general José Miaja quien dirige a los republicanos, con más tiento que medios. “Yo vi a Miaja”, exclama el abuelo con los ojos desorbitados, “yo vi a Miaja”. Miaja, contra lo que la pasión en los ojos del abuelo indica, no sabe, no puede vencer. Los nacionales despliegan una ofensiva contundente y la tropa republicana se deshace como un azucarillo puesto a las llamas del sol madrileño. Las bajas en el bando del abuelo se cuentan por centenares, se producen motines, deserciones, ejecuciones sumarias allí mismo. El abuelo, que dispara cegado por un ansia de victoria imposible, es hecho preso.

El campo de concentración de Albatera, en la Vega Baja alicantina, es su destino. Espera al oficial que habrá de dictaminar: el internamiento o la libertad o, directamente, la muerte aguardan al abuelo. Apenas prueba bocado en los tres días – tres eternidades, parecieran – que se prolongó la espera agónica. Bazofia era lo que los falangistas se dignaban repartir: “la carne rebotaba en el suelo”, relata aún con indignación viva en la voz.

Al tercer día se llama, uno a uno, a diversos reos, el abuelo entre ellos. Uno a uno son recibidos por el oficial que los escruta, los interroga tan breve como ásperamente y, como con un chasquido de dedos, decide: vuelta al campo, vuelta a casa o viaje al paredón. El abuelo está tranquilo.

- ¿Nombre? – El abuelo responde con voz clara y nítida. Como vuelve a responder a la pregunta acerca de su ocupación.
- ¿De dónde es?
- De Elche.
- ¿Elche? Mucho rojo en Elche.
- ¿Rojo? – se atreve el abuelo, en una inesperada y descabellada respuesta – , no, señor, españoles simplemente. Españoles que acudieron a luchar cuando su gobierno los llamó. Simplemente.
El oficial alza la mirada y ecuentra la del abuelo: cándida y limpia.
- ¿Y si no es rojo por qué no pensó usted en desertar?
- ¿Abandonar yo a quienes me han protegido la espalda? –el abuelo insiste en inesperadas y descabelladas contestaciones – , ¿traicionar a compañeros de lucha? No señor, eso ni lo pensé.
El oficial vuelve a alzar la mirada de los papeles para volver a encontrarse de frente con la del abuelo – pareciera, piensa quizá el oficial, no temer la muerte – .
- Ande, váyase a su casa.

Historia real acaecida en el seno de la familia de mi amigo P. LL., quien me brinda la exclusiva del relato para este blog (que se ha esforzado por estar a la altura del mismo). Obviamente, mi sincero agradecimiento desde aquí.

 Anoche en Elche, patria chica del abuelo, la luna despuntaba tímida sobre el palmeral

sábado, 11 de junio de 2011

Cultura popular (¡toma ya!)

No debe ser todo en los viajes Historia con mayúscula, ni política de altos vuelos, ni importantísima economía. Nada obliga al viajero, tampoco, a pensar sobre las biografías de los relevantes personajes de la tierra. Si me apuran, tampoco debe el visitante ceñirse a indagar acerca de la gastronomía local. La cabeza del buen viajante debe reservar siempre espacio para eso que se da en llamar "cultura popular", un ámbito que traerá a las mientes inusitadas y sorpresivas conexiones. ¿Trátase esta cultura popular de arte con minúscula? No seré yo quien se atreva a oficiar de bibliotecario y decidir cuándo Arte y cuándo arte. Relájese mintras marra por las calles de su destino y verá cuán gratas e inesperadas estampas aparecen en su mente; cuán simpáticos e inopinados vínculos le sugiere ahora el lugar.

Pasea uno por Gijón sin demasiado entusiasmo. Tratándose de la bella Asturias, el visitante esperaba otra cosa. La mar, no obstante, neutraliza siempre todo atisbo de desengaño. Trátase en Gijón no sólo del paseo tradicional junto a la playa que se dilata como sin esfuerzo, flanqueado por esa tradicional barandilla blanca; trátase en Gijón de subir al Cerro de Santa Catalina, donde se yegue el Elogio del Horizonte, de Chillida. Una mole de cemento en amago de abrazar la mar y la brisa que ésta ofrece. Recuerda entonces uno, a pie de la mole de aroma prehistórico, que se trata Gijón de la ciudad por donde pasea Antonio Albajara, el encantador personaje que Antonio Ferrandis interpreta en la sublime Volver a Empezar (quizá la única película española, junto a Mar Adentro que realmente merece un Óscar. ¿Junto a Muerte de un Ciclista? ¿Y a Calle Mayor?). Rememora el visitante, encaramado al cerro, al profesor gijonés emigrado a la universidad americana, paseando de la mano de Elena mientras trastean un pasado ya inquietantemente lejano. Rememora uno, también, la escena en que Antonio descubre a su amigo Roxu su secreto desgraciado, y recuerda uno, inevitablemente, el sublime canon de Pachelbel. Es el canon una de las piezas más dolorosamente bellas, más hermosamente desgarradoras que ha ofrecido la música. Gijón: Antonio Almajara y Pachelbel; la cultura popular prometía impensados lazos.

Mira que dará Cracovia para pensar y, sin embargo, esa frivolidad que las vacaciones y los viajes inoculan en uno, le hacen rememorar un cínico chiste. En Cracovia busca el visitante, es obvio, el guetto. Cruza uno el río -el Vístula- y llega a una pobre plaza repleta de imponentes sillas de madera vacías. Plac Bohaterow Getta, Plaza de los Héroes del Guetto. Me refería antes a la célebre bufonada de Woody Allen acerca de que no podía escuchar a Wagner porque le entraban ganas de invadir Polonia. Yo no puedo creer que el consistorio cracoviano no conmemore de manera más enérgica el guetto por antonomasia. Las sillas representan la cantidad de enseres que los judíos eran capaces de llevar consigo cuando eran trasladados forzosamente. En este guetto -más cultura popular- , fue confinado Roman Polanski de niño, quien posteriormente dirigiría la imprescindible El Pianista. Ciertamente, Wagner resuena a guerra; uno no puede evitar rememorar los helicópteros yanquis de Apocalypse Now emergiendo por entre los palmerales vietnamitas entre los sones de La Cabalgata de las Valquirias. De hecho, a mí me pasa un poco como a Woody Allen desde que, siendo un tierno infante, quedé prendado de la belleza de dicho filme: cuando oigo a Wagner, me entran ganas de bombardear Saigón. ¿Cracovia emparentada con Saigón? Ciertamente, los caminos de la cultura popular son inescrutables.

Se dice que París es la ville de l'amour, mas sabe el viajero que es éste un tópico mentiroso. Viena, la elegante,  majestuosa Viena es la auténtica ciudad del amor. Tan señorial y majestuosa, trufada de neoclásicos edificios de fachada intachable y compacta estructura, dota a las calles de un ambiente único, entre distinguido y amoroso. Cuando los guionistas de una película tan sencilla como radiante, Before Sunset, Antes del Amanecer, decidieron la ciudad donde ubicar su historia de amor, se decidieron sabiamente por Viena, no por París. (La secuela, Antes del Anochecer, cae, ay, en el tópico mentiroso y se traslada a París). Se trata de una pareja que se conoce en un tren y que sólo de paso andarán por la capital austríaca; de hecho, sólo se detendrán en la ciudad una noche. Una noche donde el guión nos pasea por la ciudad con un ritmo melifluo; así, nos muestra la cadencia de un enamoramiento calmoso en una ciudad idónea para ello, en el paradigma de la ciudad elegante y romántica. Se despiden los recién enamorados en la estación de tren vienesa con el compromiso de reencontrarse allí mismo seis meses más tarde. ¿Se consumará el reencuentro? 

Gijón y Pachelbel, Cracovia y Wagner, Viena y el amor delicioso de una noche breve: les avisé de que la cultura popular no es la Wikipedia, son las sendas impredecibles de la imaginación humana. Toma ya.

viernes, 27 de mayo de 2011

Levante argentino (nuevos ensayos sobre la estupidez política)

Esto es el Levante español. Esa luz como de oro fundido y el pino, pino que satura el aire. Aire gravoso que queda ya en la primavera percudido por el canto de la chicharra y preñado del aroma del pino. Luz, pino, chicharra. El campo es un secarral que se extiende, en indolente ademán, ya agostado desde la primavera. Primavera que no es más, aquí, que un verano incipiente.

El regadío, claro, obra aquí también milagros. Trátase el Levante del principal vientre productor en este país de alcachofas y patatas y tomates y naranjas y limones y berenjenas y Dios sabe qué más. 

El ánimo se confunde en el Levante; ara se reseca,  a la vista del campo áspero y del pino enjuto, ara se regocija, ante la luz clara, el vergel sorpresivo y las gentes llanas. 

Mienten quienes pretenden que todo es aquí asfalto y ladrillo. Los hallará el visitante en demasía, pero hallará apenas sin buscar la senda arenosa que conduce a la mar.Y esto es el Levante: arena, matojo, las palmeras gráciles que puntuan el cuadro y la mar, cómo no, la mar al fondo. 

Pocas han sido las dunas que han sobrevivido a la vorágine del ladrillo - ay, el ladrillo - , pero haylas, haylas. Dunas centenarias, milenarias tal vez, a las que el matojo se agarra y gracias al cual ella arraiga. Perfecta simbiosis.

Al final de la senda aparece, al atardecer, un mar calmo revestido del arrebol crepuscular. La mar que pare la merluza con la que rellenar las croquetas, la lubina que el turista tomará a la sal gorda y, faltaría más, la paella. Paella que con suerte será de marisco y, entonces, junto a la merluza aparecerán las gambas y las almejas y los mejillones. Oficiará de acompañante el pimiento rojo. Y eso, eso y no otra cosa, es el Levante: pino, sol, palmera, arena y duna, matojo y chicharra, mar y paella. 

Se habla por ciertas partes de este Levante una variación de la lengua catalana, esto es, el valenciano. Como toda lengua, debería, en buena lógica, ser usada por quien así lo decidiera. No hay mucho más debate aquí. No obstante, políticos que se reclaman -cuando toca- liberales, deciden desviar jugosas cantidades de dinero a su fomento. Fomentar aquí suele significar obligar a los niños a estudiar ciertas asignaturas en esa lengua, a los profesores a impartirlas, pagar a editores por editar libros en ella, a productores por producir teatro, cine, televisión en ella, abrir un canalito de televisión íntegro para la susodicha y estas cosas. Vamos, interferir draconianamente en la evolución natural de los procesos lingüísticos. Y hacerlo con dinero que bien podría financiar colegios, desempleo, maternidades y yo qué sé. 

El Levante español se ve ahora hermanado con Argentina dado que nuestras autoridades deciden fomentar el valenciano... en Argentina. El valenciano será así fomentado en Córdoba, Rosario, Mendoza, San Juan, San Rafael, Buenos Aires. No es que no existiera ya este fomento en lugares un tanto exóticos para esta lengua - ¿valenciano en París, Zaragoza, Cantabria? - , pero es que las autoridades levantinas solían hacer mofa de las catalanas cuando éstas incurrían en semejantes patochadas. Claro que nunca es tarde para hacer el ridículo uno mismo.

Un pedacito de mi dinero se va incluso a Brasil. Se abre allí, no se lo pierdan, tachán, tachán... Centre Valencià La Senyera de Sao Paulo.

Esto es el Levante; el crepúsculo cuajado de fragancia de pino recio, la senda hacia un mar ubérrimo, y la chicharra y el grillo y la luz que brilla como tostada y... la estupidez del político de turno. Mira tú, ahí somos como todos. 

martes, 10 de mayo de 2011

Saint Andrews: de ruinas y de lápidas (o bye, bye, miss Scottish pie)

¿Cómo no dejar a mi memoria revisitar Saint Andrews? ¿Cómo no dejarla -incitarla, incluso- rememorar aquel cierzo que sopla gélido y aquel ambiente calmo entre casas bajas y aquel paseo junto al mar rugiente?  ¿Cómo no dejarla -sí, instigarla- regodearse en el recuerdo de las ruinas de la Catedral, catedral antigua, que alojan un cementerio, cementerio antiguo, que mira al mar? Mar que exhala, en el invierno, un cierzo gélido y afilado. Recomiendo, claro, dedicar una atardecida a Saint Andrews. El sol desciende lánguido, dejándose engullir por la mar brava, y aventa sus últimos resplandores por entre las piedras catedralicias, por entre las lápidas centenarias, por entre la hiedra que a ambas corroe. La ciudad, mientras, es silencio, y resuena, entre rabioso y acompasado, el mar junto a tanta ruina. 

La ciudad es pequeña y amable. La ciudad es tranquila. La ciudad, sin embargo, alberga a miles de estudiantes que, a la noche, atestan las tabernas y se deleitan entre cervezas y licores. La ciudad es taciturna entre las ruinas; es encanto al atardecer, cuando la piedra recibe esa luz del sol ya desbastada por el día y por el frío; es algarabía en las cantinas estudiantiles; es naturaleza pura en las afueras, donde abunda el bosque y la pradera y las ardillas y la niebla baja. Saint Andrews se halla en la costa Este escocesa, preñada de oro negro que impregna la vida de estas gentes. La ciudad es también reflexión entre las arcadas inmemoriales en los caminos silentes.

Se han celebrado recientemente elecciones en Escocia y ha arrasado el SNP, el partido nacionalista escocés. No exagero: arrasado. Se hunden los laboristas, se hunden los liberales y se hunden un poco más, per impossibile, los conservadores. Escocia es otra desde que se descubriera el petróleo de su agreste, inmensa costa. El petróleo ofrece unos fondos que, de no repartirse en Londres, resultan promisorios de una vida noruega o, como poco, suiza. Resulta que cuando a finales de los setenta se celebró un referéndum acerca de la Devolución -retomar el Parlamento escocés, simplemente- , la participación fue del 63%, y los escoceses que votaron que sí (aun suponiendo el 52% de quienes votaron) fueron un exiguo 33%. El sentimiento nacionalista no estaba, pues, tan presente como muchos tienden a concebirlo en Escocia. De hecho, cuando el referéndum se repitió en 1997, el electorado que dio el sí fue el 44% (suponiendo, eso sí, el 74% de quienes votaron).

Desde entonces, crecimiento económico y petróleo -Scottish oil for Scotthis people, It's Scotland oil- han azuzado el sentimiento independentista. Y digo independentista porque el nacionalismo escocés no hace nunca hincapié en sus diferencias culturales, raciales o religiosas con los ingleses. Y no lo hace porque son inexistentes. Se trata de un independentismo petrolífero, si me permiten la expresión. El día que Escocia declare su independencia, será el final del Estado del Bienestar inglés, ulsteriano y galés -financiado en gran parte con el petróleo escocés- y el comienzo de un espectacular nivel de vida para los escoceses. No en vano, una de las promesas electorales de los nacionalistas escoceses ha sido, por ejemplo, educación superior gratuita (mientras conservadores y liberales la encarecen en Londres). Otra enjundiosa promesa ha sido la de congelar durante toda la legislatura el impuesto de la propiedad inmobiliaria, que, todo sea dicho, es carísimo por allí (la media está en más de mil libras al año por casa). 

Son muchos los que dan por sentado que el SNP cumplirá su promesa de celebrar el referéndum sobre la independencia y de que, con estos mimbres, tiene muchas opciones de tejer su ansiado cesto. (Ojo: sin los diputados que los laboristas envían desde Escocia, Westminster podría ser tory por los siglos de los siglos). A mí, loable me parecía la postura de una Escocia timorata con la independencia, dado que primaban otro tipo de consideraciones por encima de la netamente económica, lo cual le hacía gracia a mi natural anglofilia, como loable me parecerá su ansia de autonomía económica: el añejo y castizo lo mío pa' mí

Magnificentes las ruinas de la Catedral con el mar bravo como fondo: 


¿Auguran, por ventura, las ruinas del noble y vetusto Reino Unido?