miércoles, 24 de agosto de 2011

Boston, donde todo comenzó


Lo que ante los ojos del viajero se ofrece, desde el avión, en la arribada a Boston, bien se gana el calificativo de espléndido. Es Nueva Inglaterra una zona lacustre y boscosa. Arboledas que hacen las delicias de cazadores y aguas que salpican la zona de playas y canales y riachuelos. Se otea desde el avión el muelle de Boston y el amante de la historia sentirá erizarse la piel: constituye este más que modesto puerto la cuna del país que, andando el tiempo, se convertiría en el más grande imperio que la Tierra haya visto. El viajero se emociona observando desde las alturas el lugar donde todo comenzó. Incluida la primera visita de Ana y mía a los Estados Unidos de América.

El turista se encuentra el trabajo hecho en Boston. Se hace innecesario el google, la oficina de turismo, casi hasta el mapa. La ciudad, más pequeña de lo que uno había imaginado, posee una ruta, Freedom Trail, que contiene todos los lugares meritorios de visita. ¿Dije meritorios? Lugares de obligada visita en la ciudad donde todo comenzó. La ruta entera lleva al caminante de entrenados cuádriceps no más de tres horas. Con todo, dado que ésta se llega al corazón mismo de la ciudad, cuajado de apetecibles lugares donde reponerse de la sed y el cansancio, Ana y yo decidimos almorzar en uno de los numerosos pubs irlandeses de la ciudad. Entenderán la elección, siendo Boston como es, un nido de almas celtas. Alegres ensaladas, excelentes sándwiches, inmejorables hamburguesas en este país.

Lugar principal ocupa en esta encantadora Freedon Trail la Old State House. Se apartan los turistas –de todas partes de la Confederación provienen– para que cada cual inmortalice el edificio como mejor le plazca. Era este edificio la sede del gobierno británico y, como tal, hallábase coronado por un unicornio y un león, símbolos del poder monárquico. Ambos símbolos fueron derruidos y quemados cuando los colonos norteamericanos decidieron poner punto final a su relación con la metrópoli. Desde este balcón se leyó la Declaración de la Independencia en 1776; y aún, cada 4 de julio, se lee al mediodía ante una multitud emocionada.

Fue dentro de sus paredes que Samuel Adams acuñó el más célebre eslogan de la independencia americana, en protesta por los impuestos que los británicos decidían unilateralmente para sus colonias: No taxation without representation. “Fue allí y entonces – relata el propio Adams– que nació la independencia de la criatura”. Avisé de que Boston, pequeña y acogedora ella, erizaría la piel del paseante sensible a las veleidades históricas.

Samuel Adams fue también uno de los inspiradores del Motín del Té, cuando en uno de los mayores actos de desobediencia hasta entonces conocido, un grupo de bostonianos rebeldes lanzaron al agua cientos de miles de dólares en té, dado que la madre patria había revocado todos los impuestos coloniales excepto el que gravaba la tan británica infusión.  El puerto bostoniano nos congrega en verano a los turistas –ya digo, mayoritariamente estadounidenses– en busca de un soplo de brisa marina y ofrece unas bonitas vistas de la ciudad ultramoderna que se alza a sus espaldas.

Samuel Adams, por cierto, ha dado nombre a la, a mi parecer, mejor cerveza de la zona. Tanto en la Europa norteña como por estos confines, la cerveza se sirve sin la fuerza exigida por un paladar hispano. Requiere, a todas luces, de una chispa adicional de espuma y burbujeo. Aún así, la Sam Adams –así se pide– se salva. Especialmente, si el viajero, en acabar su Freedom Trail, se acerca a Cheers, la cervecería cuya escalera de entrada (hacia abajo) trasladara a la pantalla la mítica serie homónima. El interior del local no guarda un parecido ni remoto con la serie; se trata de un cuchitril incómodo donde la comida se paga a más precio del habitual. De hecho, el lugar ni tan siquiera se llamaba Cheers cuando la serie comenzó a rodarse, y la clientela se opuso al cambio, pues le tenía cariño a su nombre tradiconal –Bull and Finch Pub– . Siendo de aforo reducido, funciona, curiosamente, como las discotecas, estampándole al visitante un sello en la mano. Junto a mi pinta reconfortante, y mientras observo los botes de donativos para los veteranos de Iraq y Afganistán, me enorgullezco de mi sello: Cheers. Era yo en mi mocedad un fan incondicional de Cheers. Ay, mi mocedad; ay, Cheers; ay, mi Sam Adams fresquita. ¿No les dije que Boston es capaz de erizar la piel?