Así luce El Escorial estos días que, aun cuando se empecina el calendario en catalogar de primaverales, son de puro otoño, quiero decir, son pura nube traicionera, puro crujir de hoja caída y puro aguacero crepuscular. Así luce, magnificente y con un algo de temible. La mole madrileña agotará los adjetivos del más versado escriba. No, por supuesto, del gran maestro, Ortega, quien en sus Meditaciones del Quijote, dedicó justamente la primera, Meditación Preliminar, a la mole palaciega que luce hoy, ya digo, entre un viento gélido que nada de primaveral tiene.
El Monasterio de El Escorial se levanta sobre un collado. La ladera meridional de este collado desciende bajo la cobertura de un boscaje, que es a un tiempo robledo y fresneda. (...) La cárdena mole ejemplar del edificio modifica, según la estación, su carácter merced a este manto de espesura tendido a sus plantas, que es en invierno cobrizo, áureo en otoño y de un verde oscuro en estío. La primavera pasa por aquí rauda, instantánea y excesiva -como una imagen erótica por el alma acerada de un cenobiarca. Los árboles se cubren rápidamente con frondas opulentas de un verde claro y nuevo, el suelo desaparece bajo una hierba de esmeralda que, a su vez, se viste un día con el amarillo de las margaritas, otro con el morado de los cantuesos. Hay lugares de excelente silencio -el cual no es nunca un silencio absoluto. Cuando callan por completo las cosas en torno, el vacío de rumor que dejan, exige ser ocupado por algo, y entonces oímos el martilleo de nuestro corazón, los latigazos de nuestra sangre en las sienes, el hervor del aire que invade nuestros pulmones y que luego huye afanoso.
Así se expresaba Ortega. Ortega, de quien recientemente supe que fue barajado por el gobierno norteamericano como candidato, una vez acabada la Guerra Mundial, a ocupar la presidencia del gobierno español en caso de que se decidiera derrocar a Franco. ¿Qué habría sido de España de haber sido presidida por Ortega? Cuán delicioso ejercicio -¡háganlo, háganlo!- de historia-ficción mientras paseo, como el maestro, en torno a la construcción felipesca.
¿Cómo resistirse a hacerlo, además, cuando continúa uno su travesía desde El Escorial al mismo Valle de los Caídos? La cruz, a medio camino entre lo lóbrego y lo sublime, entre lo amenazante y lo deleitable, contiene una síntesis del alma hispana. De la mía, -contradictoria, veleidosa y no tan aplomada como desearía- al menos.
No sé muy bien aún qué me trajo hasta aquí. ¿Seguía las huellas del maestro? ¿Buscaba escuchar el martilleo de mi corazón, los latigazos de mi sangre en la sien? ¿Cuál, exactamente, es la causa de mi melancolía? ¿Se trata de este otoño que se prolonga doloroso? ¿De la idea de una España que, sin el maestro al timón, anduvo y anda en una triste deriva? ¿O, simplemente, el pensamiento lacerante de que alcanza mi vida ya la mitad de su recorrido?
Pero regreso a El Escorial, a la ciclópea construcción que luce terriblemente hermosa desde los jardines lejanos, desde donde se asoma entre ramajes y nubes amenazantes e invita al pensamiento melancólico; invita -ya lo decía el maestro- a reflexionar sobre cuán bella podría haber sido esta primavera de no haberse encontrado con un otoño retorcido, cuán bella una España rectamente ordenada y cuántas las cosas que ya, rebasado mi meridiano vital, nunca haré. Cuántas también las cosas que, en esta bitácora que melancólicamente se extingue, callaré. Y es que -atendamos, por última vez, al maestro - , escuchar el propio corazón supone un inquietante ejercicio.
Cada latido de nuestro corazón parece que va a ser el último. El nuevo latido salvador que llega parece siempre una casualidad y no garantiza el subsecuente. Por esto es preferible un silencio donde suenen sones puramente decorativos, de referencias inconcretas. Así en este lugar hay aguas de claras corrientes que van rumoreando a lo largo y hay dentro de lo verde avecillas que cantan -verderones, jilgueros, oropéndolas y algún sublime ruiseñor.
Llegará, la primavera, sin duda, llegará: salgan ustedes en pos de su verderón, de su jilguero, de su oropéndola y, sobre todo, ¡de ese sublime ruiseñor!