Me permito una confidencia en esta tarde ventosa de invierno. Constituye en mi memoria uno de los más hermosos capítulos mi estancia, breve y deliciosa, en Tazones. Es Tazones un pueblo diminuto de la costa asturiana. Un pueblo arremolinado en torno a una playa y a un puerto tan genuinos que no daría yo con los adjetivos correctos por mucho que me esforzara. Si se visita en puro invierno, se encuentra uno solo en el pueblo. Entiéndaseme, sólo permanecen aquí, fuera del ajetreo estival, los parroquianos nativos, un restaurante y su hostal, que mira a la playa. En el hostal, casona grande y envejecida, estamos solos Ana y yo. Completamente solos. Si bien el viajero puede, a la noche, sentirse un tanto incómodo e, incluso, acoquinado, el rumor del oleaje lo adormece pronto y, a la mañana, la ventanuca le ofrece una vista al amanecer sobre el mar que redimirá toda inconveniencia.
Por aquí entró Carlos V a España, proveniente de Flandes. Era el tiempo tormentoso y no pudo arribar a Santander ni a puerto más cercano a la capital cántabra: desembarcó en Tazones. ¿He sido, alguna vez, injusto resumiendo el ansia española de libertad en aquel deplorable "vivan las caenas"? Cierto que Carlos V hubo de enfrentarse al poco de su llegada al problema de las Germanías y a los Comuneros: también entonces pedía la sangre hispana algo más de dignidad y del derecho a ser escuchado por quien mantiene el cetro. Son estos pensamientos que el viajero va desgranando mientras contempla, ya paseando por el puerto, el amanecer que la ventanuca prometía. Los pescadores madrugan siempre más que el viajero. Una barca rompe el mar; su estampa se dibuja contra el arrebol vaporoso de la amanecida y el estrépito del motor despista, por un instante, el silencio y los ocasionales graznidos de las gaviotas acechantes.
Los Comuneros y las Germanías hacen reflexionar al viajero sobre la situación actual de las dictaduras norteafricanas. Un error común, especialmente de EE.UU., en los años '90 fue la creencia de que la democracia era inevitable. Andábamos bajo el embrujo de Fukuyama. La izquierda de EE.UU. pretendía dejar de apoyar a ciertas dictaduras africanas y sudamericanas, pero los republicanos se mostraban temerosos de que el vacío lo ocupara inmediantamente la URSS. Esto sucedió en algunos casos, pero no en otros, donde dictaduras de extrema derecha se vieron sustituidas por gobiernos decentemente democráticos y proyanquis (El Salvador, Guatemala, Filipinas, Taiwán, Corea del Sur). Exactamente lo mismo sucede ahora respecto al Islam radical. Y, de nuevo, conviene correr el riesgo. Ha llegado el momento de apoyar la democracia en Libia, en Marruecos y en donde haga falta.
Los demócratas americanos, además, han tenido tradicionalmente menos escrúpulos morales a la hora de afrontar intervenciones en el extranjero. Los republicanos, sin embargo, albergan un nutrido grupo de aislacionistas. Ya se sabe, esa gente que cree que pasó el tiempo de ver a EE.UU. con un "destino manifiesto" en el mundo y que llegó el de regresar a la prístina doctrina Monroe. Entre otras razones, porque si algo nos han enseñado los historiadores es que los imperios caen por su propio peso militar. Confío, pues, en que Obama convenza a sus hostiles cámaras de que ha llegado el momento de dar un paso adelante, al menos, en Libia. (Ya llegará Pakistán, Yemen y otros). ¿Es también el momento de pisar el acelerador de ese proyecto que ronda por las cabezas de la diplomacia americana desde hace algún tiempo de fundar una Liga de Democracias? Sí, hora est, piensa el viajero, envalentonado por la belleza sin parangón de un sol que nace tras la colina asturiana, siempre preñada de bosque denso y fresco.
Reflexiona el viajero, también, acerca de si ha sido la cena de la noche pasada o el paseo en la alborada presente la estampa protagonista del viaje. A la noche pasada, hemos cenado Ana y yo en el único restaurante abierto, entre algún aldeano que se deleita con unos chatos, una tiernísima ternera asturiana y unos trozos de auténtico queso de Cabrales. Exquisito condumio ante un Cantábrico calmo. Velada un tanto etérea por lo apacible del lugar y los maullidos de los gatos en busca de pescado desechado. Mágica cena que preludió uno de los más memorables amaneceres que mi memoria alberga. Pero todo esto no tiene ya que ver con Carlos V, con la democracia, ni con Libia. Todo esto tiene que ver con Ana, conmigo y con Tazones. Disculpen la confidencia.
Hace veinte años, en enero, también paseábamos mi compañera y yo por ese solitario Tazones, aún recuerdo un estupendo besugo a la espalda con vinho verde en el único restaurante abierto, que intento localizar en la foto sin conseguirlo, aunque adivino el lugar.... no recuerdo ya el nombre. ¡Qué recuerdos!... y Oviedo... Oviedo.
ResponderEliminar¿Vinho verde y besugo a la espalda? Una vez más, Serenus, sus evocaciones superan las mías...
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