Veo amanecer 2011 en Gerona. Celebro una Nochevieja, tras varios años ya, en España. O en esa parte peculiar de España llamada Cataluña. El local escogido para atender a los estertores del año que va y celebrar los vagidos del que emerge se llama La Penyora y se encuentra en el bellísimo casco antiguo de la ciudad. El restaurante prometía más de lo que ofrece, Gerona ofrece más de lo que esperaba. La parte vieja, en especial el barrio de la judería, conforma un entramado de callejas adoquinadas, escalinatas estrechas y muros de piedra realmente admirable. Culmina el conjunto la catedral, gótica y extraña, como sin acabar, de una asimetría que se me hace incómoda.
La humedad baña el adoquinado, día y noche, cual si cayera una lluvia fina. Al visitante no le molesta la humedad, pues el adoquinado aparece más bello cuando reflecta la luz pálida de los faroles.
Y siguiendo el destello de estos faroles sobre el aguado adoquín, el visitante encuentra una sorpresa inopinada. Alberga la ciudad un plácido café - plácido porque lo son sus gentes - dedicado, en exclusiva, al Boss. Sus melodías, sólo intermitentemente interrumpidas por otros artistas de menos peso, suenan en muy baja voz mientras hablan los estudiantes, las parejas y los turistas también en muy baja voz. Definitivamente: placidez.
Aunque el castellano no se encuentra ausente, predomina el catalán. Un catalán cuidado y suave. Bon any, bon any, nos deseamos los comensales tras las uvas que ya uno tenía olvidadas. Las felicitaciones, no obstante, son tranquilas, no hay estrépito: me parecen los gerundenses gente refinada y apacible.
A la mañana, el visitante puede acercarse al museo Dalí de Figueres. La decepción, eso sí, está asegurada. A mí no me gusta Dalí. Siendo la pintura, como es, el intento de atrapar un instante fugaz al vuelo, el intento de mostrar la belleza agazapada tras una humilde escena cotidiana, no se ve en el de Figueres mucho más que extravagancia. Veo en Dalí la intención de sorprender; quiero decir que le noto demasiado el ansia pueril de desconcertar. El surrealismo y lo onírico han sido siempre excelentes excusas para ello, idóneos recipientes de mera frivolidad. Encontrará, pues, en el museo de Figueres excentricidad a raudales; ya desde el edificio en sí, hallará estrambote y un ansia caduca de épater la bourgeoisie.
Se salva, en todo caso, esa Galatea que se rompe en átomos evanescentes en medio de un cielo raso, de un mar zarco. Imagina el visitante que la figura constituye un recuerdo doliente de amada perdida, un recuerdo que se hace ubicuo en mil corpúsculos que todo lo inundan: el cielo raso, la mar zarca.
Gala dibuja un extraño rictus y las esferas se encargan de diseminar el dolor del poeta malherido por los cuatro confines de su universo. Las esferas extienden la tristeza de un amor que se muestra, sin embargo, ante un paisaje límpido de estío mediterráneo.
Todo eso lo piensa el visitante por su cuenta y riesgo: el propio Dalí afirmó no saber qué sentido tenía su arte - y añadió que eso no significaba que no tuviera ninguno - . Justo como el año que comienza por estas callejuelas gerundenses, bañadas por la luz macilenta de fanales antiguos y por el aire helado del cercano Pirineo: seguro que tendrá un sentido, aunque aún no sabemos cuál.
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