Todo es lo más en Dubai. Todo es grandioso, todo es puro lujo. Pasa uno junto al Burj Khalifa, el edificio (hotel, en concreto) más alto del mundo y no puede uno evitar disparar la cámara:
Uno puede caminar poco, debido al calor canicular en puro Golfo Pérsico, en Dubai. No existen los autobuses y sólo hay dos líneas de metro bastante inútiles a efectos turísiticos. El medio de trasporte dubaití es, pues, el taxi. Los taxis son ubicuos -conducidos siempre por emigrantes, paquistaníes, de Sri Lanka, Malasia- y de un barato que pasma. De inmediato, pues, Ana y yo nos encuentramos frente al hotel más caro del mundo, el Burj al Arab:
Efectivamente, sólo los residentes tienen acceso al hotel. A los menos privilegiados nos toca hacernos la foto desde la lejanía. Fíjense en el detalle de la pequeña plataforma. Se trata de un helipuerto; el hotel puede recogerlo a usted en el aeropuerto y depositarlo en un momento en su habitación.
Por supuesto que lo resultó. Dubai quebró en 2009 y su vecino Abu Dhabi hubo de rescatar al país, petrodólares mediante, de la quiebra absoluta. Los Emiratos se ayudan entre sí. Abu Dhabi tiene el petróleo y Dubai pretende tener el turismo. De hecho, el festín constructor ha continuado, un tanto ralentizado, pero aún tenaz, desde aquel amago de quiebra.
Tampoco se confundan; Dubai es islámico. Fuera de los hoteles, no encontrará usted alcohol. El Ramadán se respeta escrupulosamente. De entrante, sirven dátiles. Las mezquitas son numerosas y bien nutridas. Los juguetes de los niños dan fe de que esto es, a pesar de las apariencias, Islam:
Desde nuestro hotel se avista, en lontananza, el Burj al Arab, la burbuja insostenible, el Dubai grandioso y un tanto kitsch. Pero se avista, sobre todo y permítanme que vuelva sobre el tema, el prodigioso atardecer del desierto:
La madre de todas las burbujas, la madre de todos los esclavismos, la madre de todos los clasismos pero, gracias a Alá, la madre, también, de todos los crepúsculos.
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