En el verano emiratí, concretamente dubaití, a 45 ºC, en pleno ramadán, el desierto luce sobrecogedor. El desierto, el desierto... Las ondulantes formas, aterciopeladas y esponjosas, en sutil maridaje con el color miel de un sol que, en su caída, abandona su aspecto feroz y despliega su faz más magnánima y bella. No tan bella, claro, como la faz de Ana, transfigurada un tanto su belleza por la belleza de las dunas uniformes y apacibles y ese sol crepuscular de inverosímil nitidez.
Mantengo, como filósofo, un anhelo ontológico y melancólico a desierto, pues todo platonismo, como tan elegantemente lo expresó un gran pensador norteamericano, "ofende el sentido estético de aquellos de nosotros que conservamos el gusto por los paisajes desérticos". Mantengo también, en mi eremita tendencia, el gusto por la vida sobria y discreta a la que invita este océano de arenas salpicado sólo por matojos circunstanciales y lejanas palmeras. Mantengo, y lo mantendré donde sea menester, como amante de los crepúsculos, que no hay sol moribundo como esta rutilante circunferencia caramelizada que es el atardecer del desierto. Y mantengo, como hombre, que no hay belleza que luzca como la de Ana, cual Dama de Elche encarnada, al contraluz de esa luz agonizante y bella. Pero esto, ya, es cosa de hombres. De hombres... y de desierto.