Yo no he entendido Japón. ¿Saben ustedes la manida expresión, tan trillada en programas televisivos de viajeros y guías de viaje varias, de que Japón constituye una síntesis perfecta entre modernidad y tradición? Bueno, pues no es que sea cierto, es que Japón supone el paradigma de tal síntesis, el ejemplo arquetípico, la Idea platónica de síntesis tal. Una modernidad desbordante -consumismo compulsivo, ciudades mastodónticas, ubicuas luces de neón, posmodernas tribus urbanas- junto con arcaicas tradiciones y modos de ser. Entre un dédalo de rascacielos, de vertiginosa altura, pertenecientes a las más punteras empresas de la más puntera tecnología, o a las marcas de confección más prestigiosas, se encuentra uno con un callejón de pura Asia, diríase más propio de la China profunda, de Laos, de Vietnam. Pero eso es Japón, que, repito, yo no he debido de entender bien. Fíjense en la fotografía, donde Ana contempla, desde el que se dice que es el Starbucks más transitado del mundo, el que se dice que es el cruce más transitado del mundo, el de la estación de Shibuya (llamado Scramble Kousaten). Su cruce en cuatro direcciones resulta tan exótico como atosigante.
El cruce del barrio de Shibuya luce a la noche inundado por el neón chillón e, incluso a altas horas de la madrugada, igualmente transitado. Como pueden apreciar, la vitrina del Starbucks resulta el lugar idóneo para contemplar el espectáculo de las hordas errantes. No obstante, junto a tanto trasiego y futurista modernidad, no tarda el viajero en hallar esa calleja que no deja dudas respecto a que Japón continúa siendo Oriente. Lejano Oriente. Lejanísimo. Así, cuando Ana busca por Hiroshima un lugar donde cenar -cae ya la tarde- , lo que encuentra es una taberna acogedora, con las pertinentes bicicletas a la puerta y donde no poseen cubiertos occidentales:
Japón es el lugar donde se encuentra uno trenes que parecieran llegados de siglos futuros:
Pero es también el país donde, tanto en Nara como en Miyajima, los ciervos, directamente descendidos de la frondosidad de la montaña, conviven con el hombre desde tiempos ancestrales y visitan los templos como cualquier criatura de Dios:
(Curiosidad: la toallita al cuello de Ana no supone una graciosa manía; se trata de un útil truco aprendido de los propios nipones, y que consiste en aliviar el atosigante calor de la canícula oriental mediante dicha toallita cuidadosamente empapada en cualquiera de las fuentes presentes por doquier).
¿Pero cómo quieren que entienda uno al pueblo que convive con naturalidad con la tecnología más desarrollada y a la vez emigrar con entusiasmo a ver al Buda de piedra de Kamakura? Imponente, sí, pero de imponente sobriedad.
¿Y cómo entender a un pueblo, nosotros que venimos de la tierra del aceite -a menudo reusado más veces de las que aconseja una mínima prudencia culinaria- cuya comida nacional es pescado crudo sobre una base de arroz blanco?
Fíjense en esa gamba, cruda como ella sola. Y en esa porción de tortilla dulce, inencontrable en los restaurantes japoneses no nativos. Y en esa ambuesta de soja. Y en ese cilantro laminado que limpia y refresca el paladar entre bocado y bocado. ¿Y cómo entender que tan elemental pitanza -¡pescado crudo!- constituya, sin embargo y por no sé qué arte de birlibirloque, un plato sofisticado, distinguido, servido sólo en lugares elegantes, como aquel sushi bar ante el que posa Ana, que, a pesar de hallarse en un centro neurálgico de Tokio -Ikebukuro- , no era, en su fuero más profundo, más que un lugar de comidas de un país del lejano Oriente:
No, poco podré yo decir de Japón: yo no he entendido Japón. Aunque ahora que lo pienso... oigan, ¡pregunten a Ana!
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