La Vega Baja alicantina, Albatera y San Isidro incluídos, es en la canícula estival un laberinto de limoneros y de caminos terrizos y de sombras. La Sierra al fondo. Nada queda ya del antiguo campo de concentración.
Era un mayo caluroso de 1937. El abuelo rememora, una vez más, el estruendo de las bombas y las balas y el aire inyectado de la esencia pavorosa de la muerte. Los españoles se mataban; hermanos mataban a hermanos, primos mataban a primos, tíos a sobrinos. Se mataban en Brunete en aquel julio tórrido de 1937. Es el general José Miaja quien dirige a los republicanos, con más tiento que medios. “Yo vi a Miaja”, exclama el abuelo con los ojos desorbitados, “yo vi a Miaja”. Miaja, contra lo que la pasión en los ojos del abuelo indica, no sabe, no puede vencer. Los nacionales despliegan una ofensiva contundente y la tropa republicana se deshace como un azucarillo puesto a las llamas del sol madrileño. Las bajas en el bando del abuelo se cuentan por centenares, se producen motines, deserciones, ejecuciones sumarias allí mismo. El abuelo, que dispara cegado por un ansia de victoria imposible, es hecho preso.
El campo de concentración de Albatera, en la Vega Baja alicantina, es su destino. Espera al oficial que habrá de dictaminar: el internamiento o la libertad o, directamente, la muerte aguardan al abuelo. Apenas prueba bocado en los tres días – tres eternidades, parecieran – que se prolongó la espera agónica. Bazofia era lo que los falangistas se dignaban repartir: “la carne rebotaba en el suelo”, relata aún con indignación viva en la voz.
Al tercer día se llama, uno a uno, a diversos reos, el abuelo entre ellos. Uno a uno son recibidos por el oficial que los escruta, los interroga tan breve como ásperamente y, como con un chasquido de dedos, decide: vuelta al campo, vuelta a casa o viaje al paredón. El abuelo está tranquilo.
- ¿Nombre? – El abuelo responde con voz clara y nítida. Como vuelve a responder a la pregunta acerca de su ocupación.
- ¿De dónde es?
- De Elche.
- ¿Elche? Mucho rojo en Elche.
- ¿Rojo? – se atreve el abuelo, en una inesperada y descabellada respuesta – , no, señor, españoles simplemente. Españoles que acudieron a luchar cuando su gobierno los llamó. Simplemente.
El oficial alza la mirada y ecuentra la del abuelo: cándida y limpia.
- ¿Y si no es rojo por qué no pensó usted en desertar?
- ¿Abandonar yo a quienes me han protegido la espalda? –el abuelo insiste en inesperadas y descabelladas contestaciones – , ¿traicionar a compañeros de lucha? No señor, eso ni lo pensé.
El oficial vuelve a alzar la mirada de los papeles para volver a encontrarse de frente con la del abuelo – pareciera, piensa quizá el oficial, no temer la muerte – .
- Ande, váyase a su casa.
Historia real acaecida en el seno de la familia de mi amigo P. LL., quien me brinda la exclusiva del relato para este blog (que se ha esforzado por estar a la altura del mismo). Obviamente, mi sincero agradecimiento desde aquí.
Anoche en Elche, patria chica del abuelo, la luna despuntaba tímida sobre el palmeral