domingo, 30 de septiembre de 2012

Éranse mil y un templos (sobre todo, en Kioto)

Dos posibilidades extremas se le plantean al visitante del país del sol naciente. Por un lado, puede decidir visitar todo templo que se le ponga a tiro. Su visita, entonces, se agotará en tan hercúlea labor, dado el número inabarcable de templos que el país alberga. Por otro lado, puede el visitante decidir, tras la tercera visita a un templo, que visto uno, vistos todos, poner un abrupto punto final a los templos nipones y aquí paz y después gloria. Conviene, por tanto, adoptar la postura intermedia, esto es, seleccionar con tino un ramillete cuyos integrantes no dejen al turista ni con la boca hecha agua ni sumido en el hartazgo. 

Imprescindible resulta, en ese florilogio que el visitante pergeña, una visita a Nara, en las cercanías de Kioto, todo un conjunto Patrimonio de la Humanidad. 

El templo shintoista-budista posee una gracia peculiar. Se trata, pienso, de la gracia de moles macizas -poque, bien mirado, son moles macizas- con un aire lejano de Románico de última época que, no obstante, resultan gráciles. Son moles livianas, son monstruos que danzan. Si hubiera de buscar alguna metáfora plástica, diría que son como una Quinta Sinfonía de Beethoven tocada con maracas, como una piedra pómez cuyo contacto suscitara un agradable cosquilleo. Aúna el templo shintoista, pues, solemnidad y gracilidad, densidad y fragilidad, suntiosidad y frivolidad. Es el alma oriental, en realidad, una insólita amalgama de estas contradictorias cualidades.

¿Qué me dicen de ese templo que se yergue tras Ana? Coronado por una especie de dorada cornamenta no consigue, no sabe inspirar pavor alguno, dada la sutilidad de las formas. La curva dulce de las techambres confiere al templo un no sé qué de etéreo. El mamotreto adquiere así un halo de delicadeza. Piénsese, además, que es Nara el lugar por donde, entre tanto templo entre ciclópeo y primoroso, campan los ciervos. El ciervo salvaje hecho, como quien dice animal doméstico. He ahí el contraste del templo -y del carácter- nipón. 

Observen, observen detenidamente la pagoda de cuidadosos tallados y sutiles formas de Kiyomizu-dera, en Kioto. 

Sólo el templo japonés -esta es mi teoría de hoy- puede conseguir que el visitante comprenda el código bushido y, por extensión, la idiosincrasia oriental. Como bien saben, los americanos quedaron asombrados en la II Guerra Mundial por la fiereza con la que los japoneses luchaban, por la abnegada forma de entregar hasta la última gota de sangre. El oriental, podría pensarse, de tan mansas maneras, no es ser nacido para el combate. El responsable de tan bravo comportamiento fue el código bushido. Se rescató, para la lucha contra los yanquis, el que había sido el prontuario de los antiguos samurais. Este prontuario ordenaba aceptación del estatus recibido al nacer sin que esto conlleve dejación del esfuerzo diario e inexcusable para mejorarse a uno mismo. Ordenaba ser leal en toda circunstancia a los mayores de la familia y valorar los ancestros. Ordenaba un metódico entrenamiento en las artes de la guerra mediante la disciplina para con el cuerpo y el alma. Cualquier parecido con lo que podríamos considerar la moral occidental contemporánea resulta pura coincidencia. 

La majestuosidad con la que Ana posa ante los templos majestuosos de Kiyomizu-dera me traía a mí a la cabeza lo majestuoso -en su plenitud de significado- del bushido. Y pensaba yo que así se podría resumir dicho breviario: Para con los demás, sinceridad y honradez; para con tus mayores y superiores, deber y lealtad; para con tu nación, honor y valor; para contigo mismo, disciplina y valor. 

Ay, si un código remotamente semejante a ese rigiera una mínima parte de nuestras existencias, individuales y gregarias... Relean de nuevo ese puñado de preceptos, deléitense en la elegancia garbosa del templo shinto y díganme, si se atreven, que el Imperio del Sol Naciente tiene poco que enseñarnos. 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Japón. ¿Japón?

Yo no he entendido Japón. ¿Saben ustedes la manida expresión, tan trillada en programas televisivos de viajeros y guías de viaje varias, de que Japón constituye una síntesis perfecta entre modernidad y tradición? Bueno, pues no es que sea cierto, es que Japón supone el paradigma de tal síntesis, el ejemplo arquetípico, la Idea platónica de síntesis tal. Una modernidad desbordante -consumismo compulsivo, ciudades mastodónticas, ubicuas luces de neón, posmodernas tribus urbanas- junto con arcaicas tradiciones y modos de ser. Entre un dédalo de rascacielos, de vertiginosa altura, pertenecientes a las más punteras empresas de la más puntera tecnología, o a las marcas de confección más prestigiosas, se encuentra uno con un callejón de pura Asia, diríase más propio de la China profunda, de Laos, de Vietnam. Pero eso es Japón, que, repito, yo no he debido de entender bien. Fíjense en la fotografía, donde Ana contempla, desde el que se dice que es el Starbucks más transitado del mundo, el que se dice que es el cruce más transitado del mundo, el de la estación de Shibuya (llamado Scramble Kousaten). Su cruce en cuatro direcciones resulta tan exótico como atosigante.

El cruce del barrio de Shibuya luce a la noche inundado por el neón chillón e, incluso a altas horas de la madrugada, igualmente transitado. Como pueden apreciar, la vitrina del Starbucks resulta el lugar idóneo para contemplar el espectáculo de las hordas errantes. No obstante, junto a tanto trasiego y futurista modernidad, no tarda el viajero en hallar esa calleja que no deja dudas respecto a que Japón continúa siendo Oriente. Lejano Oriente. Lejanísimo. Así, cuando Ana busca por Hiroshima un lugar donde cenar -cae ya la tarde- , lo que encuentra es una taberna acogedora, con las pertinentes bicicletas a la puerta y donde no poseen cubiertos occidentales: 


¿O qué decir de Gión, el celebérrimo barrio de Kioto? Un barrio exclusivo, sólo apto para bolsillos desahogados y, sin embargo, Oriente por los cuatro costados:


Japón es el lugar donde se encuentra uno trenes que parecieran llegados de siglos futuros:


Pero es también el país donde, tanto en Nara como en Miyajima, los ciervos, directamente descendidos de la frondosidad de la montaña, conviven con el hombre desde tiempos ancestrales y visitan los templos como cualquier criatura de Dios:


(Curiosidad: la toallita al cuello de Ana no supone una graciosa manía; se trata de un útil truco aprendido de los propios nipones, y que consiste en aliviar el atosigante calor de la canícula oriental mediante dicha toallita cuidadosamente empapada en cualquiera de las fuentes presentes por doquier). 

¿Pero cómo quieren que entienda uno al pueblo que convive con naturalidad con la tecnología más desarrollada y a la vez emigrar con entusiasmo a ver al Buda de piedra de Kamakura? Imponente, sí, pero de imponente sobriedad.


¿Y cómo entender a un pueblo, nosotros que venimos de la tierra del aceite -a menudo reusado más veces de las que aconseja una mínima prudencia culinaria- cuya comida nacional es pescado crudo sobre una base de arroz blanco?


Fíjense en esa gamba, cruda como ella sola. Y en esa porción de tortilla dulce, inencontrable en los restaurantes japoneses no nativos. Y en esa ambuesta de soja. Y en ese cilantro laminado que limpia y refresca el paladar entre bocado y bocado. ¿Y cómo entender que tan elemental pitanza -¡pescado crudo!- constituya, sin embargo y por no sé qué arte de birlibirloque, un plato sofisticado, distinguido, servido sólo en lugares elegantes, como aquel sushi bar ante el que posa Ana, que, a pesar de hallarse en un centro neurálgico de Tokio -Ikebukuro- , no era, en su fuero más profundo, más que un lugar de comidas de un país del lejano Oriente:


No, poco podré yo decir de Japón: yo no he entendido Japón. Aunque ahora que lo pienso... oigan, ¡pregunten a Ana!