miércoles, 11 de enero de 2012

Getariako Txakolina


 Nahiz hanka bana hautsi,
berriak badira.
(Aunque nos corten las piernas/nuevas nos crecerán)

He regresado, tras varios años, a una de mis más queridas zonas de la vieja Hispania, a saber, esa tierra confusamente denominada por los nacionalistas vascos Euskal Herria. No había estado nunca Ana y no me perdonaba yo mantenerla en semejante inopia respecto a uno de, ya digo, mis más estimados rincones ibéricos. Déjenme hablarles brevemente de Guetaria, lugar al que dedico una entera mañana.  Es Guetaria -Getaria en euskera- un pueblecito de pescadores célebre por dos factores: se hace aquí el exquisito vino blanco espumoso denominado txakolí y constituye uno de los pocos lugares de cierto número de habitantes donde el euskera predomina en la calle. Leo en el prestigioso filólogo vasco Ibon Sarasola que los únicos lugares de más de doce mil habitantes donde el euskera le gana la batalla al castellano en el uso cotidiano son las vecinas Azpeitia y Ondárroa. Guetaria vendría tras éstas, con sus seis mil habitantes.

Recibe al visitante de Guetaria una plaza donde se yergue la efigie de Juan Sebastián Elcano, el primer marino que consumó la vuelta al mundo y que, efectivamente, fue aquí nacido. Las gentes miran curiosas y bisbisean, poco acostumbradas a turistas en su pequeño hogar. Todas ellas se mueven con pausados gestos y con voz pausada  y queda hablan. Hablan, todos, en euskera. 

Es el Cantábrico un mar bravo y ruge también en Guetaria. Es Guetaria uno de esos privilegiados lugares que aúnan, en una misma estampa, mar y monte. Observa Ana en la instantánea que aquí agrego cómo el gracioso puerto se arrebuja en torno al monte preñado de vides. Una gaviota grazna a su paso y rompe el silencio guetariano, ya de por sí constantemente amenazado por el bramido de la mar norteña. 

Ha dicho alguien que sólo una cosa queda viva de la época prehistórica, de la que por lo demás, todo es piedra muerta y pintura ocre sobre paredes angostas; sólo una cosa queda palpitante de nuestro ancestro primitivo: el euskera. No obstante, también en euskera se habla del mundo del S. XXI y todo son, por tanto, neologismos y extranjerismos. Me cuento entre quienes habrían mantenido el euskera puro y, en consecuencia, reservado para hablar del monte -mendi- , de la mar -itsaso- , del águila -arrano- y del cielo -zeru- y del corazón -bihotz- . Y de las piedras, sobre todo de las piedras -harri - . Es así, en esas palabras pegadas a la tierra -mendi, itsaso, arrano, zeru, bihotz, harri- donde se siente el palpitar del hombre antiguo, la belleza de la música de una lengua nacida del hombre prístino. 

Después vendría la perturbación que en semejante lengua introdujera Sabino Arana, cuyos inventos de filólogo mediocre comenzaron a distorsionar el canto prehistórico. Y llegaría, también, la inevitable normalización lingüística, intentando hacer una sola lengua de lo que, en realidad, no había llegado nunca a pasar de un cierto aire de familia ente diversas parlas muy localizadas. Contaba Pío Baroja, procedente de Portugalete, en Vizcaya, que cuando hablaba en euskera con su tío, procedente del País Vasco francés, eran tantos los problemas de comprensión que se pasaban al francés. La unificación del euskera fue tardía y, al serlo, pasa a ser el fruto de una comisión; así, lo que estudian los niños en los colegios vascos y navarros, el llamado euskera unificado -euskera batua- constituye un artifacto fabricado por una comisión de sabios; más crudamente: una lengua de laboratorio que nunca nadie habló en valle o monte alguno. De hecho, el Partido Nacionalista Vasco lo repudió durante años, antes de verse obligado por las circunstancias y comenzar a imponer a machamartillo lo que momentos antes había sido fruto de escarnio.

La despedida de Guetaria no se puede producir sin haber degustado un txakolí en una de las afables tabernas del lugar mientras el oído se deleita con la lengua prehistórica que los parroquianos desprendidamente le regalan. Tras el receso, forzoso es subirse a la más elevada parte del lugar, desde donde se extienden, a los pies del caminante, las vides del txakolí, al alcance de la vista, el pueblo señoreado por su campanario y, ya en lontananza, la mar cantábrica. No es mal regalo navideño. 

Y, aún no siéndolo, es sólo parte de él. Si son las vides y el pueblo y la mar lo que se aparece ante el viajero, queda a su espalda el bosque, tapizado en estas fechas de un verde impetuoso, punteado de borregos más blancos que la nieve, sobre el que se aposentan más vides. Los tejados de las casas -caseríos- son de esa teja rojiza que hace mis delicias. Como el valle hace mis delicias. Pero delicias que, culposamente admito, sólo el txakolí eleva a la categoría de milagrosas. No, definitivamente, no es mal regalo navideño.